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La adolescencia como producto diseñado por el mundo adulto

El tema de la adolescencia, por su especial complejidad, es un buen ejemplo en el que analizar muchos de los problemas o novedades sociales, culturales y políticas que nos acucian en la actualidad. El primer aspecto que llama la atención es que la adolescencia no tiene definición. Se basa en una realidad biológica, sin duda, pero es una invención cultural. Los trabajos de Jay Giedd han puesto de manifiesto que los cambios que ocurren en el cerebro entre los 12 y los 20 años son importantes. Hay razones fisiológicas, pues, para el comportamiento juvenil. Pero la biología sólo plantea posibilidades o tendencias, algunas de las cuales son subrayadas por la cultura, que crea “modelos juveniles” de la misma manera que inventa “modelos de familia” o “sistemas sentimentales”.
Acabo de leer en Le Nouvel Observateur una sorprendente estadística francesa. En 1950 sólo el 2% de los jóvenes terminaba el bachillerato. El resto se ponía a trabajar desde los 12 ó 16 años, en el campo o en las industrias. En esta situación no se puede decir que existiera la adolescencia. El trabajo era, sin duda, la solución a muchos problemas educativos y sociales, pero a costa de limitar brutalmente las posibilidades de los jóvenes. En el siglo XIX se justificó el trabajo de los niños precisamente como medio de salvaguarda moral.
La mejora del nivel de vida, el reconocimiento de los derechos infantiles y el poderoso movimiento hacia la igualdad ha reivindicado una ampliación del período de formación. Aparece una “nueva etapa social”: la juventud. En un estudio publicado hace pocos años por el Ayuntamiento de Barcelona, titulado Las políticas afirmativas de juventud. Una propuesta para la nueva condición juvenil se resumen muy bien el modelo de esta invención sociológica, que se extiende desde los 15 años hasta los 30. Su propósito es el siguiente:
“Será preciso seguir pensando en medidas para la igualdad (es decir, de discriminación positiva y de incentivo), pero no forzosamente como un paso previo para que los jóvenes dejen de ser jóvenes (y entren en el circuito trabajo-vivienda-familia que caracteriza el mundo adulto), sino para que puedan disfrutar, todos y todas, de mejo- res condiciones y del deseo de multiplicar experiencias vitales, de enriquecer sus itinerarios biográficos.”
La juventud se considera un período sin responsabilidad, por eso se continúa tutelándola, pero esto supone una infantilización de personas que podemos considerar adultas, lo que, evidente- mente, debe provocar conflictos. Hace unos días, Boris Cyrulnik, el psicólogo estrella en Francia, advertía del peligro de estar favoreciendo la aparición de unos “bebés gigantes”, a los que protegemos como niños pero que tienen las posibilidades de adultos.

Esta indeterminación aparece clara cuando estudiamos la legislación. Recientemente, el alcalde de Sevilla nos encargó a la profesora De la Válgoma y a mi un informe sobre la conveniencia —desde el punto de vista educativo— de rebajar a 16 años el derecho a voto, en las elecciones municipales. Al investigar sobre este asunto, comprobamos la existencia de una situación jurídica anárquica. Ni siquiera se ponen de acuerdo las leyes en la terminología. En esta etapa, la aparente claridad de la separación entre minoría y mayoría de edad desaparece en la legislación española e internacional. Se habla de niños (Constitución Española (CE) art.39), juventud (CE. art.48), adolescentes (Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 19 de diciembre de 1966), impúberes (Ley de Enjuiciamiento Criminal de 28 de diciembre de 1988). Tampoco está clara la distinción entre niñez y juventud. Nuestra Constitución dice en el artículo 20,4 que uno de los límites de la libertad de expresión es “la protección de la juventud y de la infancia”, con lo que se separan ambos períodos. Sin embargo, según la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño (20.11.1998, art.1) “se entiende por niño todo ser humano menor de dieciocho años de edad.” Para mayor confusión, la Ley de Responsabilidad Penal del Menor, llama «jóvenes» a los mayores de 18 años y menores de 21, con lo que se crea una especie de postadolescencia penal.
El artículo 48 de la Constitución Española dice: “Los poderes públicos promoverán las condiciones para la participación libre y eficaz de la juventud en el desarrollo político, social, económico y cultural.” Cuando se discutió este artículo durante el proceso constitucional, algunas enmiendas sostuvieron, con razón, que la redacción era vaga porque el término “juventud” es ajeno al lenguaje jurídico.
Esta imprecisión no se debe a incuria del legislador, sino a la gran dificultad de establecer límites estrictos a una realidad fluida. La adolescencia es un fenómeno cultural, y ya dijo Nietzsche que los objetos culturales no tienen esencia, sino sólo historia. Una vez que la mayoría de edad se fijó en los 18 años, quedó como zona de especial incertidumbre la comprendida entre 16 y 18 años. A los 16 años ocurren dos hechos de enorme trascendencia personal y social: termina el periodo de enseñanza obligatoria, y se permite la incorporación al mundo del trabajo. Ambos preceptos legales suponen el fin de la etapa de protección y dependencia de los adolescentes, y abre otra de posible autonomía económica y contractual, que, sin embargo, no coincide con la mayoría de edad.
Conviene advertir que al decidir cuándo un niño se convierte en adulto, los legisladores están irremediablemente influidos por consideraciones sociales, económicas o políticas, más que por análisis de la madurez psicológica del sujeto. Por ejemplo, en Estados Unidos se rebajó la edad de voto a los 18 años por la presión de los movimientos de protesta provocados por la guerra del Vietnam, a la que fueron enviados adolescentes que podían morir pero no votar.
La división radical no se ajusta a la complejidad de las situaciones concretas, por lo que todas las legislaciones tuvieron que admitir ficciones jurídicas para resolver los problemas. Por ejem- plo, la “emancipación”, que en nuestro ordenamiento es una figura intermedia entre la mayoría y la minoría de edad, que “habilita al menor para regir su persona y bienes como si fuera mayor” (CC.a.323 cc). En Estados Unidos la acomodación a la circunstancia resulta más llamativa, por- que en muchos casos criminales se confía a la discreción del fiscal decidir si se considera al criminal niño o adulto, con independencia de la edad, según la gravedad del crimen. Así, un niño de 13 años que comete un robo con armas puede ser definido legalmente como adulto, y ser juzgado como tal.
He mencionado este asunto para mostrar cómo los adultos determinamos la responsabilidad o irresponsabilidad de nuestros adolescentes, y favorecemos que se comporten de una u otra manera. Les diré que el informe que dimos la profesora De la Válgoma y yo recomendaba implantar el derecho a voto a partir de los 16, indicando que la pregunta adecuada no era: ¿Están los jóvenes de 16 años en condiciones de votar? Sino “Puesto que a los 16 los jóvenes están en condiciones de tomar decisiones muy importantes, ¿cómo deberíamos educarlos para que puedan tomarlas, incluidas las decisiones políticas? Luego volveré sobre el tema.

La juventud es una creación cultural, una invención que depende de cada cultura, y la nuestra no sabe qué hacer con ella. Para comprobarlo basta revisar las oscilaciones en el modo de considerar la responsabilidad penal. Después de un período en que se retrasaba, en la actualidad hay una tendencia a rebajarla como solución a un problema que no se sabe solucionar. “Si delinque como un adulto ha de ser condenado como un adulto” es una consigna simplista que ha sustituido a la ideología protectora de la infancia. En Estados Unidos hay muchas ciudades que imponen un toque de queda para adolescentes. En España no sabemos qué hacer con el botellón. Comienzan a plantearse problemas muy complejos. ¿Puede una menor abortar sin el con- sentimiento de los padres?
En esta ponencia quiero presentar una tesis muy clara:
1. La adolescencia y sus fenómenos son una creación social.
2. Los adultos son responsables en gran medida de esta creación social, pero no individual sino colectivamente. Al igual que las demás fenómenos sociales —modas, costumbres, movimientos— producen un sentimiento de impotencia en las personas que intentan cambiarlos o evitarlos.
3. Los fenómenos sociales sólo pueden cambiarse mediante una movilización social.
Lo que voy a decir aquí sobre la adolescencia es válido para todos los fenómenos sociales: el consumo de drogas, la violencia doméstica, las crisis familiares, la agresividad en las escuelas, o los movimientos políticos.
4. Nuestros adolescentes nacen —y son determinados— por una sociedad:

• Individualista.
• Tutelada.
• Hedónica.
• Con muchas posibilidades.
• Competitiva.
• Consumista.
• Desilusionada.
• Liberada.
• Heterogénea.
• Con problemas de identidad.

Tenemos pues la adolescencia que nos corresponde: individualista, tutelada, hedónica, con muchas posibilidades, competitiva, consumista, desilusionada, liberada, heterogénea y con problemas de identidad. Hasta aquí todo es normal. Lo anormal es que esa creación nuestra no nos gusta. Lo que nos están diciendo los adolescentes —de la misma manera que nos lo dicen los consumos de drogas, o la violencia en las escuelas, o las crisis familiares— es que nuestro modo de vivir tiene elementos contradictorios y conflictivos. Y ellos son su inquietante manifestación. Son el molesto espejo de nuestras decisiones. Ya sé que nadie que esté aquí se siente responsable. Al contrario, se siente víctima. Pero ese es el injusto mecanismo de los fenómenos sociales. Somos actores de una obra que no hemos escrito, pero en la que participamos. Las modas nos presentan un ejemplo claro de este colaboracionismo difuso. Son miles de decisiones particulares las que crean la moda, nadie nos la impone, si nos negáramos a aceptarla se disolvería pero, aun sabiéndolo, nos sentimos esclavizados por ella. Y este sentimiento de impotencia aumenta por la inercia, por la timidez y, sobre todo, por el propio sentimiento de impotencia que se retroalimenta.
Mencionaré alguna de las contradicciones sociales. El individualismo es patente. Y eso es bueno y malo. Hemos construido nuestra cultura sobre los “derechos individuales”, porque son los que mejor nos defienden, pero a la vez hemos provocado una ruptura de la responsabilidad social. Pondré un ejemplo. ¿A quién hemos de reconocer derechos, a la familia o a los miembros de la familia? Si la familia tiene derechos por encima del individuo, la prohibición del divorcio está justificada. Si es el individuo el sujeto de derechos, difícilmente podemos conseguir la estabilidad familiar. Las culturas musulmanas y orientales acusan a nuestra cultura de dinamitar la familia. Nosotros las acusamos de no respetar la libertad de la persona. No hemos sabido resolver el problema.
Una segunda contradicción. Al defender los derechos individuales reclamamos un estado tute- lar que nos libre de responsabilidades. El Estado del Bienestar tiene su origen en una curiosa idea de la justicia: yo no quiero ocuparme de mis padres, de mis hijos o de mis vecinos, pero creo que es justo que alguien se ocupe. Ese alguien debe ser el Estado. Hemos inventado una cómoda irresponsabilidad tutelada, que a todos nos tranquiliza, pero que manifiesta a veces derivaciones inesperadas. Por ejemplo, los sistemas estatales de enseñanza no pueden ocuparse de toda la educación. Quiero dejar bien claro que estas creaciones sociales son un claro progreso, aunque produzcan disfunciones. No venimos de ninguna edad dorada donde todos los ciudadanos eran justos y benéficos, sino de una sociedad en la que, por ejemplo, todos las tareas de atención y cuidado dependían de las mujeres.
Los adolescentes maman esta irresponsabilidad tutelada. Hace unos años ocurrió en Granada un sorprendente suceso. Después de una serie de actos criminales en una zona de copas universitaria, los universitarios granadinos se manifestaron delante de la Delegación del Gobierno para reclamar más policía en esa zona que les protegiera de ellos mismos. El argumento decía: Cuando se bebe no se controla, por eso necesitamos más protección. Hay en los tribunales curiosas denuncias de hijos que reclaman a sus padres una pensión para terminar sus estudios… ¡a los treinta años! Todo esto nos ha conducido a una sociedad de la queja y la reclamación, que favorece las conductas de espera y de victimismo. De mi fracaso personal son responsable los otros.
También se da una contradicción entre el hedonismo consumista y la competitividad. A nuestros adolescentes les espera un mundo lleno de posibilidades… para unos pocos. Estamos induciendo en ellos necesidades que les va a resultar costoso satisfacer. El caso de la enseñanza universitaria es muy relevante. Miles de jóvenes van a estudiar sin tener vocación ni ganas, pensando que el título obrará como la varita del hada madrina. Acabarán trabajando en cualquier cosa, pero con sentimiento de fracaso. El consumismo infantil y adolescente produce una juventud mimada. Lo que ocurre es que los padres no saben cómo poner freno a las peticiones de sus retoños. Hay que advertir que esta descripción se refiere sólo a una parte de la juventud, porque a su lado hay otra juventud que aprovecha las posibilidades que tiene, espléndidamente formada, que acabará ocupando los mejores puestos.
Mencionaré una última contradicción. Nuestra sociedad está escaldada y desilusionada. Ha creído en demasiadas cosas que se han venido abajo y ahora mira con escepticismo cualquier pro- clama. Los modelos tradicionales han desaparecido, y hay que inventar la propia identidad, la familia, las normas de convivencia, las relaciones sexuales, los trabajos. Esto, como todo lo anterior, tiene un aspecto bueno: el aumento de libertad. Pero tiene un aspecto malo: la angustia de la posibilidad. Es mejor el escepticismo que el fanatismo. La adolescencia ha sido siempre conflictiva. No es eso lo que ha cambiado. Se conservan los pliegos de denuncia de una ciudad de Schaffhausen en 1552, en los que los pastores protestantes se quejan al Consejo de las tropelías de la gente joven, a los que llaman “dueños de la noche”. Pero en esa época la confrontación entre adultos y jóvenes no tiene el aspecto dramático con que lo vivimos ahora. Se consideraba una molestia festiva: “Gaudeamus igitur juvenes dunc sumus.” En la Historia de los jóvenes de Levi y Schmitt se lee: “Las relaciones que mantiene el mundo adulto de comienzos de la era moderna con sus jóvenes llama la atención por lo relajado, a pesar de las salidas de tono de los menores. No sólo se basaba en un orden jerárquico rígido, cuya oferta de normas venía marcada por una evidente falta de alternativas, sino también en la idea, derivada del modelo social cuasifamilar, de una maduración progresiva marcada por una lenta adaptación a las circunstancias sociales.” Tenían espacios de libertad, dentro de unos marcos muy sólidamente establecidos. Este modelo me recuerda el papel que jugaba el tiempo de Carnaval. Era un breve periodo de desorden, clarísimamente limitado por la Cuaresma. El cambio más importante en la actualidad es que carecemos de ese modelo estable, no sabemos qué límites poner a la adolescencia expandida que ha contagiado incluso a muchos padres, y dudamos con razón de que la adolescencia conflictiva sepa controlarse a sí misma. Nunca lo ha hecho. Como solución apelamos a instituciones sociales: la educativa y la jurídica-policial.

¿Nos quedaremos aquí lamiéndonos las heridas o intentaremos poner remedio a nuestras preocupaciones? Nos sentimos desbordados por problemas sociales que parecen reclamar de cada uno de nosotros —padres, docentes, médicos, psicólogos— soluciones individuales. Esto es quimérico. Todos somos necesarios y ninguno somos suficiente. Por eso necesitamos para enfrentarnos a esos problemas una movilización social, en la que cada uno de nosotros conozca el papel que le corresponde. Las medidas alcanzarán eficacia cuando exista la masa crítica necesaria para conseguir cambios culturales.
Deberíamos diseñar minuciosamente esta movilización. Señalar a cada persona, profesión, estatus social sus posibilidades de colaborar, sabiendo que las acciones tendrán que ser casi siempre indirectas. Todo lo que hagamos por fomentar la estabilidad de las familias, las virtudes de la convivencia, el sentido de responsabilidad, el nivel de exigencia, la justicia en las recompensas, una cierta austeridad, la solidaridad con los más débiles, la caza del sinvergüenza, el descrédito del parásito, estará ayudando a resolver de la misma tacada un montón de problemas. Vivimos en un sistema social donde las interacciones son muy tupidas, y tenemos que aprender a pensar sistémicamente. La adolescencia es un sistema de relaciones entre jóvenes, familia, publicidad, escuela, medios de comunicación, compañeros, ofertas sociales, y debemos tener presentes al actuar todo este dinamismo. ¿Tiene influencia en el destino de la adolescencia la buena marcha de las parejas? Sin duda. ¿Y una buena solución del problema de conciliar la vida laboral y la familiar? Por supuesto. ¿Y una buena enseñanza primaria? ¿Y un mejor control de la televisión?¿Y buenos campos de deportes?¿Y bibliotecas accesibles?¿Y unas interesantes propuestas de tiempo libre? ¿Y la organización de grupos de teatro?¿Y una red de ludo- tecas para adolescentes? ¿Y el compromiso con ONGs? Sí, sí y sí.
Los padres tienen una responsabilidad directa e importante que, a partir de determinada edad compartirán con la escuela. Pero familia y escuela no agotan las responsabilidades educativas. La sociedad entera debe reconocer su responsabilidad educativa. Los medios de comunicación, los políticos, la gente de la cultura, los funcionarios públicos, los médicos, los jueces, la policía, los jardineros, los deportistas, los empresarios. Puesto que de la educación depende nuestro nivel de vida, todos somos responsables y beneficiarios —o víctimas— de los demás.
La idea de “movilización educativa de la sociedad civil”, no excusa a nadie sino que, al contra- rio, implica a todos. Reconoce, sin embargo, que las posibilidades educativas de los padres o de los docentes son limitadas. Nunca han sido ellos los únicos responsables de la educación. Siempre ha sido la sociedad entera la que educaba, porque se trataba de sociedades muy homogéneas y jerarquizadas, con gran estabilidad y consenso básico. Esas culturas no favorecían la libertad individual y por eso las hemos cambiado, pero debemos estar atentos a las con- secuencias desagradables provocadas por esas conquistas justas.
Por todo esto les animo a que no se detengan en el mero análisis del problema y se pregunten ¿Y yo qué puedo hacer? Una de las cosas que les sugiero es que colaboren en la movilización educativa. Nuestra dirección es: educacióneducativa@telefonica.net

José Antonio Marina
Filósofo Catedrático de Instituto

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