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El Ñiño Agresivo

Los artículos anteriores han tratado de temas generales. Hoy quiero aplicar lo que hemos dicho a un caso concreto, que muestra la necesidad de que el equipo pedagógico básico –padres, profesores, pediatras– trabaje unido. Para evitar malentendidos, quiero advertir que los psicólogos están incluidos en este equipo básico, por supuesto. Si son clínicos, en el ámbito médico de los pediatras y, si son educativos, en el de los docentes. El problema práctico que voy a tratar es la agresividad infantil. Lo he elegido porque tiene una versión normal, que plantea problemas educativos, y una versión más o menos patológica, que plantea problemas educativos, reeducativos y médicos. La OMS considera que la violencia en general es un problema que deben abordar los servicios sanitarios, el sistema educativo y los servicios sociales (OMS, 2002) Los problemas de comportamiento perturbador –disruptivo– se manifiestan en forma de relaciones conflictivas continuas con los padres, hermanos, compañeros, profesores. Confiere dramatismo a este asunto su elevada correlación con trastornos adultos equivalentes, especialmente los relacionados con conducta antisocial (Roff y Wirt, 1984). Un comportamiento excesivamente agresivo en la infancia predice, no solo la manifestación de agresividad durante la adolescencia y el resto de la vida, sino una mayor probabilidad de fracaso académico y la existencia de otras patologías psicológicas durante la edad adulta. House, en su obra sobre la aplicación del DSM-IV en la edad escolar, afirma que las consultas psiquiátricas escolares más frecuentes son trastornos del comportamiento (trastornos disociales), trastorno negativista o negativista desafiante, y el TDAH. Como respuesta a la preocupación generalizada sobre este problema, en 1994 la American Psychological Association publicó un largo informe sobre el estado de los conocimientos sobre el tema y los modelos de intervención eficaces. El título podría servir como subtítulo del presente artículo: Reason to Hope (Eron LD, Gentry JH y SCHLEGEL P, 1994). En este informe, vuelve a afirmarse que el predictor más fuerte de las conductas violentas adultas es haber manifestado comportamientos agresivos antes de los 8 años. La razón de su esperanza radica en que, según los numerosos participantes en el estudio: “la violencia no es aleatoria, incontrolable o inevitable. La violencia es aprendida y puede ser desaprendida”.

La agresividad es un fenómeno muy complejo y, por lo tanto, difícil de estudiar y más difícil aún de resumir en un artículo. Muchos autores han señalado la diferencia entre la furia como emoción, la hostilidad como actitud y la agresión como conducta abierta (Salovey P y Rothman AJ, eds., 2003). Todos esos fenómenos tienen un elemento común: son movimientos “contra” un obstáculo, en forma de ataque, protesta, defensa o desahogo. Esta semejanza relaciona fenómenos parcialmente distintos, como la desobediencia o la oposición sistemática o la sistemática vulneración de las normas.

La furia y los comportamientos agresivos son recursos evolutivos para favorecer la supervivencia, pero, en el caso humano, pueden moverse dentro de límites normales o desbordarlos. Giséle George señala que la oposición es necesaria, inevitable, variada en su expresión, frecuentemente incomprensible, a veces destructiva, normalmente ligada a defectos de comunicación y, en ocasiones, patológica. Forma parte del desarrollo normal del niño y refleja todos sus esfuerzos en busca de autonomía. Por eso hay periodos en los que se acrecienta: 2-4 años, la preadolescencia y la adolescencia (George, 2008). Los bebés protestan cuando se encuentran demasiado estimulados, cuando necesitan algo o cuando limitamos sus movimientos. A los dos años aparecen ya rabietas causadas por conflictos con la autoridad, al verse obligados a aceptar el principio de realidad, que no siempre coincide con sus apetencias. Entre los 3 y 4 años, está en pleno apogeo la autoafirmación y el negativismo. Las manifestaciones agresivas se agravan y constituyen una forma de interacción casi habitual, con gestos desproporcionados, como pataletas, lloros, golpes, etc. La agresividad pasa a ser un comportamiento reactivo que se traduce en rabietas intensas y, a veces, duraderas. El niño puede aprender a utilizarlas para conseguir sus objetivos. Todo esto es normal a esa edad pero, si las rabietas se prolongan más allá de los seis años, conviene prestarles cuidadosa atención. Estas conductas requieren una normal acción educativa. En los grandes handbooks de psicología evolutiva y de la educación publicados en estos últimos años se da cada vez más importancia a la autorregulación emocional, a la construcción de los sistemas ejecutivos y al aprendizaje de las normas morales (Marina, 2009). La posibilidad de educar la agresividad la pone de manifiesto la antropología. Hay culturas agresivas y culturas pacíficas. Jean Briggs, en su libro sobre la vida de los esquimales, afirma que nunca se enfadan, cosa que extrañó a los psicólogos, que consideran que la furia es una emoción universal. Un estudio más detallado mostró que los niños esquimales, como todos los niños, se enfurecen, pero que la educación logra que al crecer dejen de manifestarse las conductas de cólera (Briggs J, 1970).

En los casos de oposición o de agresividad normal, las medidas educativas se reducen a la sensata, coherente y perseverante aplicación del kit de herramientas básicas: eliminación de elementos desencadenantes, premios, castigos, modelado, cambio de creencias, cambio de sentimientos, formación de hábitos, razonamiento. Conviene comenzar pronto y, en el periodo de 2 a 5 años, las medidas más eficaces son: “Tiempo fuera” (separar al niño unos minutos de los demás), hacerle reflexionar sobre lo que ha hecho, elogio de las conductas opuestas, sanciones (consecuencias desagradables de su acción), sobrecorrección (que el niño ordene lo que ha desordenado, de modo que al tiempo de castigarle se le proporciona un modo positivo de actuar), ignorar lo que hace (en especial cuando el niño lo que quiere es llamar la atención), extinción del comportamiento por falta de respuesta. No se trata sólo de que el niño aprenda a obedecer, sino, sobre todo, de que aprenda a controlar su propio comportamiento (Cerezo, 2004, Serrano, 1996). Russel Barkley, una referencia mundial, en este tema y en TDAH, da cinco consejos para mejorar el comportamiento: 1) proporcione consecuencias inmediatas al buen o mal comportamiento (premios o sanciones); 2) procure que esas consecuencias se relacionen claramente con la conducta sancionada; 3) consiga que sean coherentes y consistentes; 4) aplique programa de incentivos antes de usar el castigo; y 5) anticipe las malas conductas y haga un plan para evitarlas.

Hay un acuerdo general acerca de la influencia que el aprendizaje de competencias psicosociales tiene en la disminución de los fenómenos agresivos. La OMS definió en 1993 diez competencias psicosociales susceptibles de influir en la promoción de la salud y el bienestar de niños y adolescentes: 1) saber tomar decisiones; 2) saber resolver problemas; 3) tener un pensamiento creativo; 4) tener un pensamiento crítico; 5) saber comunicar eficazmente; 6) saber gestionar el estrés; 7) mejorar sus relaciones interpersonales; 8) tener consciencia de sí; 9) tener empatía; y 10) saber gestionar las emociones (OMS, 1993).

Sin embargo, estas medidas educativas en ocasiones no han sido aplicadas o no son suficientes. La conducta agresiva puede ser demasiado intensa, el niño pierde el control, la oposición –que es normal y necesaria en una etapa evolutiva– cristaliza, engendra conflictos permanentes, y puede volverse más activa, desafiante. En ocasiones, aparece el fenómeno del niño tirano, incapaz de soportar cualquier frustración (Garrido 2005, Pleux 2006). En un grado de mayor gravedad, se manifiestan comportamientos claramente agresivos, es decir, dirigidos a hacer daño a personas, a destrozar objetos, a martirizar animales. Estos comportamientos suelen acompañarse de falta de compasión por el dolor ajeno, de ausencia del sentido de la culpabilidad y de insensibilidad al castigo. Padres, pedagogos y pediatras tenemos que saber si el comportamiento es normal, si es sólo fruto de una mala educación o si tiene algún componente patológico. Duración, frecuencia e intensidad son los rasgos que separan lo que es un periodo evolutivo de lo que es un problema o un trastorno. Llamo problema a lo que tiene un origen educativo, y trastorno a lo que tiene un origen biológico. Según Russel Barkley, entre un 5 y 8% de los chicos americanos muestran conductas de indisciplina y de tipo negativista y desafiante de gravedad suficiente como para merecer un diagnóstico clínico.Y también añade que, a partir de los 12 años, es necesario contar con la ayuda de un especialista.Ya en 1996, Doll hablo de que entre un 18 y un 22% de niños y adolescentes podían tener enfermedades mentales diagnosticables (Doll 1994; House 1999).

Los especialistas distinguen tres niveles de gravedad:

1.            Trastorno negativista desafiante (TND), en inglés: Oppositional Defiant Disorder (ODD). No son problemáticos a los 4 años, pero sí a los 8. Barkley cree que antes de los cuatro años la conducta debe ser extraordinariamente agresiva para que pueda diagnosticarse como un TND.

2.            Trastornos de conducta (TC), en inglés Conduct disorder (CD). A partir de los 8 años, algunos de esos niños agravan su conducta mintiendo, quemando cosas, metiéndose en peleas o cometiendo actos vandálicos o agresiones sexuales. En EE.UU. afecta a un 9% de varones y a un 2% de las mujeres.

3.            Trastorno antisocial de personalidad. Este trastorno puede considerarse una continuación grave del trastorno de conducta. Como el TC puede tener otra evolución, se considera que el diagnóstico de trastorno antisocial no debe hacerse antes de los 18 años. Más de la mitad de las personas detenidas por actos violentos a los 27 años habían cometido su primera agresión entre los 14 y los 17.

 

El DSM incluye los trastornos explosivos intermitentes (ataques de furia) como una patología independiente.

¿Qué provoca este agravamiento de la situación? ¿Es un problema biológico?¿Es un problema socio-educativo?¿Cómo podemos intervenir en la infancia para mejorar el porvenir de estos niños? Creo que el modelo psicológico en que se basan los programas de la UNIVERSIDAD DE PADRES (UP) permite integrar todos estos hechos y proponer un modelo de intervención educativa tanto para casos normales como para patológicos.

En el cerebro humano hay que distinguir dos grandes funciones. Hay un cerebro generador que maneja información y produce “ocurrencias mentales” y un cerebro ejecutivo que controla el paso a la acción. Entre esas ocurrencias están las percepciones, ideas, deseos, impulsos, emociones, es decir, todo el variado repertorio de fenómenos conscientes. Al hablar de educación, podemos referirnos a la formación del cerebro generador, del cerebro ejecutivo o de ambos. Esto es evidente en el caso de la agresividad. Podemos intentar que no aparezcan los impulsos agresivos (cerebro generador) o podemos intentar que, una vez aparecidos, no pasen a la acción (cerebro ejecutivo) (Marina, 2011).

Otro carácter distintivo de nuestro modelo es la teoría de la personalidad que expliqué en el último artículo, que nos permite integrar dinámicamente dos explicaciones de la agresividad: la que considera que tiene un origen biológico y la que considera que es un modo de respuesta aprendida. En cada uno de nosotros hay una personalidad recibida (matriz personal), una personalidad aprendida (carácter) y una personalidad elegida (proyecto vital). Cada nivel se construye a partir del anterior. Pues bien, aplicado al tema que estudiamos: hay temperamentos violentos, caracteres agresivos y personalidades que actúan violentamente (Lahey B y Loeber R, 1994).

Volviendo al tema de la agresividad, ¿qué factores de la matriz personal inclinan a la violencia? Se han señalado influencias hormonales, niveles no adecuados de neurotransmisores (el giro cingulado es hiperactivo, con niveles de serotonina anormalmente bajos y a veces muy altos de noradrenalina), leves trastornos en los lóbulos frontales y, posiblemente, en la amígdala (lo que explicaría por qué las personalidades agresivas no tienen miedo a las consecuencias). Las estadísticas muestran que hay una correlación entre impulsividad y conductas antisociales. Pero una correlación no significa causalidad. La llegada de las cigüeñas se correlaciona con la astenia primaveral, pero no es su causa (Rutter M, Giller H y Hagell A, 2000). Lahey ha estudiado la correlación entre los trastornos antisociales de los padres, su divorcio y los problemas antisociales de los hijos (Lahey BB y cols., 1988, Nigg JT y Goldmith HH, 1994) . Sobre estas predisposiciones innatas actúa la educación y la experiencia biográfica de cada niño, formando su carácter. En un estudio ya clásico, Cloninger, Sigvardsson, Bohman y van Knoring, 1987, demostraron que las predisposiciones congénitas podían ser reconducidas por una educación apropiada. Organizaron cuatro grupos de hermanos gemelos educados en distintas condiciones:

1.            Predisposición congénita a la violencia + padres adoptivos malos cuidadores.

2.            Predisposición congénita + padres adoptivos buenos cuidadores.

3.            No predisposición + padres adoptivos malos cuidadores.

4.            No predisposición + padres adoptivos buenos cuidadores.

Los resultados de estas cuatro combinaciones fueron muy diferentes. Cuando la predisposición a la violencia se acompaña con la mala crianza –grupo 1–, el 40% de los sujetos resultaban violentos. Cuando las predisposiciones se unen a buen cuidado –grupo 2–, la agresividad se reducía al 12%, lo que supone una notable disminución. Cuando no había predisposición, pero sí mala crianza –grupo 3– el resultado era del 6,7%. En el grupo 4, la falta de predisposición se unía con la buena educación y la agresividad se reducía al 2,9%. Así pues, hay factores de riesgo que favorecen la aparición de las conductas agresivas y factores de protección que la dificultan. En las familias monoparentales, la agresividad de los niños es más frecuente (Barkley, 2000). La necesidad de aportar al niño y a sus familias el mayor número de factores de protección o la eliminación de factores de riesgo es lo que hace que, en los casos serios, los expertos consideren importante la colaboración de un equipo de personas: el equipo educativo básico y a veces servicios de atención social. Eric Jensen, un conocido especialista en aprendizaje, considera que en estos casos la primera estrategia es reconocer que una persona sola no puede enfrentarse a él con éxito. Hay que intentar que todos los cuidadores afectados colaboren y establezcan un plan. Todas las personas que traten con el niño o el adolescente deben comprender este tipo de problema y el plan de tratamiento. En ese plan, añade, se deben explicar qué respuestas son las indicadas para cada patrón de conducta. Qué hay que hacer cuando interrumpe en clase, molesta a los demás, se pelea, tiene explosiones de cólera, amenaza con suicidarse o declara que se va a marchar de casa. Todas las personas concernidas deben seguir el plan. Para establecerlo, conviene saber qué tipo de agresividad tiene el niño, y si podemos actuar sobre la generación de la agresividad o solo sobre el control de la agresividad (Jensen, 2010).

1.            Agresividad del niño impulsivo. Es un fallo en los sistemas de control del comportamiento. Los estudios dicen que alrededor de un 60% de niños de 4 a 11 años que muestran agresividad, padecen TDAH (Olweus, 1993). Pero este dato necesita ser analizado. Un niño con TDAH controla mal sus impulsos, eso hace que sus compañeros no quieran jugar con él, y esto puede producir respuestas agresivas (o depresivas). El tratamiento debe ir dirigido a controlar la impulsividad. La agresividad puede ser un fenómeno secundario.

2.            Agresividad del niño que ha sufrido violencia y no siente compasión por el sufrimiento de los demás. El tratamiento debe ser similar al que se emplea para el estrés postraumático: de sensibilización para cambiar los sentimientos, y cambio de creencias para compensar el sesgo cognitivo. Como ha estudiado Maurice Berger, los malos tratos, o haber presenciado malos tratos en la familia –lo que llama “traumas relacionales precoces”– producen una “devastación” (es el término que utiliza) de la mente infantil que exige una atenta tarea de reconstrucción afectiva (Berger, 2008).

3.            Agresividad por un sesgo cognitivo. El niño interpreta mal los comportamientos de los demás y los considera hostiles. Es lo mismo que sucede a los adultos susceptibles. Puede estar provocado por la educación familiar. Tratamiento: terapia racional emotiva para cambiar las creencias del niño.

4.            Agresividad por ausencia de alternativas. El niño se comporta agresivamente porque no se le ocurre otra manera de resolver sus conflictos. Tratamiento: enseñanza en habilidades sociales y en resolución de conflictos.

5.            Agresividad emocional. El niño siente ataques de furia que no controla. Tratamientos: programas de educación emocional. Ejercicios de relajación, aprendizaje de los signos precursores del ataque de furia y técnica para evitarlo. El fomento de la compasión y de la empatía.

6.            Agresividad como hábito cultural aprendido. Harris, al estudiar estos casos, considera que sobre la influencia hereditaria se pueden descubrir al menos cuatro mecanismos ambientales que podrían explicar las similitudes entre los miembros de una cultura: 1) los padres alientan la conducta agresiva; 2) los niños imitan la conducta de sus padres; 3) los niños imitan a todos los adultos de la comunidad; 4) los niños imitan a otros niños, en especial a los que van un poco por delante de ellos (Harris, 1999).

7.            Agresividad instrumental. El niño no presenta ninguna de las modalidades anteriores. Ha aprendido que la violencia le sirve para conseguir lo que quiere y la usa fríamente. Tratamiento: los actos de violencia nunca deben resultar premiados, es decir, hay que impedir que el niño agresivo se salga con la suya, y hay que ver si esa insensibilidad deriva de un trastorno mental.

La mediación verbal y sus carencias juegan un papel importante en la educación o reeducación de estos tipos de agresividad. En especial, de la impulsiva, de la que deriva de sesgos cognitivos y de carencia de habilidades sociales. Camp encontró que los chicos agresivos mostraban deficiencias en el empleo de habilidades lingüísticas para controlar su conducta; responden impulsivamente en lugar de responder tras la reflexión. Cuando se les entrena para incrementar las autoverbalizaciones, su agresividad disminuye (Camp 1977, Camp, Blom, Herbert, van Doornick, 1980, Shurey 1972). También, se ha comprobado que las habilidades cognitivas deficientes se hallan relacionadas con la conducta agresiva. Basándose en esos resultados, Meichenbaum concluyó que los jóvenes impulsivos no suelen analizar los estímulos mediante mediaciones cognitivas, y no intentan formular o interiorizar las reglas que podrían ayudarles a controlar su conducta en distintas situaciones (Meichenbaum, 1977).

Igualmente importante es la educación moral, que ha sido tradicionalmente una de las fuerzas que ha limitado la agresividad humana. Una característica del psicópata es la ausencia de sentido de la culpa, de sensibilidad ante el dolor ajeno y de sensibilidad moral. Robert Hare es de la opinión de que nuestra sociedad promueve una cultura que libera y refuerza muchos de los rasgos de la psicopatía, rasgos como la impulsividad, la irresponsabilidad y la falta de sentimiento de culpa” (Hare, 2004). Tal vez, esto explique el número creciente de niños agresivos y de adultos antisociales.

Conclusión

La agresividad normal en el niño debe ser modulada por la educación, que ejerce una tarea preventiva para evitar que el niño adquiera un carácter violento, agresivo y tiránico. Las experiencias infantiles influyen poderosamente –para bien o para mal– en el modo de vivir y controlar la violencia. Una parte de la educación debe ir dirigida a limitar la generación de sentimientos agresivos, y otra parte a fortalecer los sistemas de control. Cuando las acciones preventivas no han funcionado y el problema se hace gravemente perturbador, conviene contar con la ayuda de un especialista y la cooperación de todas las personas en contacto con el niño. El TND no desaparece solo. Necesita intervención, no responde a una persuasión razonable. Su oposición a todas las figuras de autoridad es invasiva y constante. El fracaso escolar y un pobre ajuste social son complicaciones comunes. Conviene asegurarse de que no va acompañado de otras patologías o de que no es una respuesta a una situación de violencia padecida.

El tratamiento preventivo, educativo, reeducativo o clínico de la agresividad infantil es una clara muestra de la necesidad de elaborar una pedagogía compartida entre padres, docentes y pediatras.

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