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El aprendizaje de la creatividad

¿Por qué este asunto es relevante?

Parece que el tema de la creatividad es secundario, casi podríamos decir lujoso, en comparación con otros problemas educativos. Sin embargo, lo tratamos aquí no sólo por la atención que recibe en todos los ámbitos, sino también porque al analizar la creatividad aparecen dimensiones interesantes del proceso educativo. Se repiten continuamente palabras como “innovación”, “invención”, “reinvención”, emprendimiento”, o frases como “la imaginación al poder”.  Ken Robinson ha dedicado varios de sus libros, y conseguido el título de Sir, por haber insistido en la enseñanza de la creatividad, y haber denunciado que la “escuela mata la creatividad” (Robinson, 2012a, 2012b). El primer capítulo del libro dirigido por Ronald A. Beghetto y James C. Kaufman, Nurturing Creativity in the Classroom, se titula “Cómo anular el pensamiento creativo en el aula” (Beghetto y Kaufman, 2010). Robert J. Sternberg, uno de los más reputados expertos en el funcionamiento de la inteligencia, también denuncia que en las escuelas se favorece más el pensamiento inerte que el pensamiento creativo (Sternberg, 1997). “La creatividad –dice– es un hábito. El problema es que en la escuela a veces se considera un mal hábito” (Stenberg, 2006). Howard Gardner, el propulsor de la teoría de las inteligencias múltiples, premio Príncipe de Asturias, afirma que las cinco mentes del futuro son: la mente disciplinada, la mente sintética, la mente creativa, la mente respetuosa y la mente ética (Gardner, 2012). Teresa Amabile ha llamado “dilema educativo” a esta tensión entre la enseñanza de hábitos cognitivos y la de hábitos creativos (Amabile, 1983, 1989, 1996, 2011). Además, la responsabilidad de educar la creatividad no sólo se encomienda a la escuela, sino a la familia, por lo que se acerca todavía más a nuestro ámbito de actuación.

Es cierto que, según los estudios de Simonton, el 60% de las personalidades más influyentes del siglo XX eran fracasados escolares, lo que debe ser motivo de reflexión para el docente. Albert, Stephen Hawking, Craig Vender, Larry Ellison, fundador de Oracle, Bill Gates, Steven Jobs, fueron malos estudiantes. A lo largo de la historia, los casos se repiten. Evariste Galois, padre del álgebra moderno, fue rechazado dos veces en l’ École Polytchnique de París por su incapacidad para superar los exámenes de ingreso. Charles Darwin era, según sus maestros, “un chico que se encuentra por debajo de los estándares comunes de inteligencia”. La madre de Thomas Edison tuvo que sacarle de la escuela por desesperación, para educarle en casa.

Como este tema se presta a vaguedades y confusiones, necesitamos precisar los conceptos. Cuando estamos hablando de creatividad no estamos hablando de actividades artísticas, sino de una manera de enfrentarse con la vida, sus oportunidades y sus problemas. En los años sesenta apareció en Estados Unidos la llamada “escuela humanista” de psicología que, en gran parte, ha sido el antecedente de la Psicología positiva actual. Sus máximos representantes fueron Abraham Maslow, Carl Rogers y Erich Fromm. Todos ellos relacionaban la creatividad con la salud y con la autorrealización (Maslow, 1994, 1998). Erich Fromm fue el más explícito. Consideraba que el individuo normal posee dentro de sí la tendencia a desarrollarse, crecer y crear, y la parálisis de esta tendencia constituye el síntoma de una enfermedad mental. Por eso recomendaba una “orientación productiva de la personalidad”, una actitud fundamental, un modo de relacionarse en todos los campos de la experiencia humana. Incluye las respuestas mentales, emocionales y sensoriales hacia otros, hacia uno mismo y hacia las cosas. Productividad es la capacidad del hombre para emplear sus fuerzas y desarrollar sus potencialidades congénitas. Significa que se experimenta a sí mismo como la personificación de sus poderes y como su “actor”; que se siente uno con sus facultades y al mismo tiempo que éstas no están enmascaradas y enajenadas de él. Según Fromm, el mundo exterior puede ser experimentado de dos maneras: reproductivamente y generativamente. En este caso, recrea ese material por medio de la actividad espontánea de los propios poderes mentales y emocionales (Fromm, 1986). Esta afirmación vuelve a relacionar la creatividad negativamente con la escuela; ya que, ésta, como ha señalado Bourdieu, tiene un afán “reproductivo”, de transmisión y conservación de los valores de una sociedad (Bourdieu y Passeron, 1979).

 

Productividad y creatividad

La mención que hace Erich Fromm de la “personalidad productiva” nos permite central el tema de la creatividad en sus límites esenciales. Una cosa es la productividad mental, – que se opone a la inercia, la pasividad, la lentitud, la dificultad de expresar– y otra cosa es la creatividad, cuyo opuesto es la rutina, la incapacidad para enfrentarse a problemas nuevos o para resolver de forma nueva los problemas antiguos. No podemos educar la creatividad si no educamos primero la productividad básica.

Mel Levine ha estudiado lo que denomina “niños con baja productividad”. “Aprenden pero no producen. En la mayoría de los casos pueden leer mucho mejor de lo que escriben y no tienen problemas para interpretar la información; sin embargo, por alguna razón, no pueden aplicar lo que aprenden de una manera productiva. La dificultad para escribir es, de lejos, la señal más reveladora de una producción deficiente durante la infancia y la adolescencia”. Ha identificado ocho déficit de productividad mental: producción motriz ineficaz, memoria insuficiente, control débil de la producción, distracción social, poca energía mental, desorganización y pobreza de expresión lingüística (Levine, 2004). Mencionaré a título de ejemplo algunos casos. Cualquier actividad motora es una secuencia de siete eslabones que desembocan en una actividad muscular eficaz:  1) establecer un objetivo motor concreto (planificar); 2) reunir y evaluar (procesar) la información procedente del exterior para que guíe la acción motriz; 3) usar la lógica motriz (un tipo de inteligencia muscular); 4) acceder a los procedimientos almacenados (memoria motriz) y aplicarlos; 5) activar los músculos adecuados en el orden correcto, con la velocidad y la resistencia suficiente para realizar la actividad (ejecución motriz); y 7) aprender de la experiencia motriz. El fallo en uno de estos eslabones produce una falta de productividad motora. En otros casos, los niños pueden “olvidarse de recordar”, pueden tener dificultades para recuperar la información de la memoria a largo plazo. Conservan la información, pero les resulta muy difícil recuperarla. Otros niños tienen dificultades para movilizar y mantener un flujo de energía mental. Suelen tener dificultades con la atención, y su memoria de trabajo era también pequeña. Ahora conocemos bien la importancia que esta memoria, que permite activar los datos necesarios para la realización de una meta, tiene en el comportamiento inteligente, e investigaciones como las del grupo de Baumeister se están centrando sobre el fenómeno difícil de precisar de la “energía mental” (Baumeister y Tierney, 2011). La energía mental básica –la capacidad, por ejemplo, de resistir a la tentación– está relacionada con el metabolismo de la glucosa. Es evidente el interés que tiene este asunto para comprender la educación y el comportamiento humano en general. La capacidad de producir “trabajo mental” no es igual en todas las personas. Esto supone diferencias en la capacidad de atención, de concentración en una tarea, de realizar tareas complejas, de mantener el esfuerzo mental. Es llamativa la poca atención que se ha prestado en pedagogía a la ergonomía cognitiva (Sperandio, 1984). La ergonomía cognitiva surgió al estudiar el trabajo de los controladores aéreos. En 1982 se celebro en Ámsterdam, bajo el impulso de Thomas Green y Gerrit Van der Veer, la primera Conferencia Europea de ergonomía cognitiva. Parece evidente que para comprobar la capacidad de trabajo de un cerebro, hay que poder medir primero la carga de trabajo que está realizando. La mayor parte de los estudios que se han hecho sobre la “carga mental” proceden del campo laboral. Mulder define la carga mental en función del número de etapas de un proceso requeridas para realizar correctamente una tarea, y más particularmente en función del tiempo necesario para que el sujeto elabore en su memoria la respuesta a la información. En el Laboratorio de Economía y Sociología del Trabajo del CNRS francés, se evalúa la carga mental en función de cuatro indicadores: apremio de tiempo, complejidad o rapidez de la respuesta (número de elecciones), atención y minuciosidad, (Skipper, 1986). Desde el punto de vista neurológico, se está investigando mucho sobre los “potenciadores cerebrales”, que fundamentalmente son estimulantes y que aumentan la cantidad disponible de energía en un momento dado. Es bien sabido que cuando el sistema simpático entra en acción, se produce una redistribución de las prioridades del organismo. Se ponen en acción los sistemas de emergencia. Se bloquean las funciones de mantenimiento y de reproducción y se acti¬van las de ataque y supervivencia. El riego sanguíneo alimenta los músculos y el cerebro, los órganos de la acción inteligente. Entre los “potenciadores del cerebro” se encuentran el metilfenidato y el modafinilo, que parecen mejorar las funciones ejecutivas (Greely, 2008, Seok Lee y Silva, 2009).

Pero el asunto se complica porque al parecer hay otros agentes activadores no fisiológicos, sino psicológicos: las emociones y la motivación. El miedo activa, y también el entusiasmo. Estos son temas de abrumadora complejidad que estamos empezando a comprender. Todos están relacionados con los sistema ejecutivos, por lo que no es de extrañar el interés creciente que estos suscitan (Marina, 201 1a, 201 1b, 2012a, 2012b). Al reconocer la importancia de estas funciones, estamos comenzando a elaborar didácticas apropiadas. Gagné ha estudiado las estrategias para favorecer la activación, entendida como la orientación de la atención y la movilización de recursos para la acción que se quiere realizar. Resultan útiles las pedagogías por proyectos y el ejercicio físico ayuda también a regular su nivel de activación (Gagné, Leblanc y Rousseau,  2009). Daniel J. Siegel ha aplicado técnicas de concentración para mejorar estas capacidades. La dificultad de activación puede ser fásica (provocada por una determinada tarea) o tónica (control general de los niveles de activación). Los estudios de neuroimagen apoyan la idea de que las regiones frontal y parietal, esencialmente en el hemisferio derecho, son fundamentales para mantener este aspecto sostenido de la alerta. La corteza prefrontal dorsolateral derecha parece funcionar como un monitor de rendimiento o de los niveles de activación. Y los regula como una forma de atención ejecutiva. “Desde una perspectiva evolutiva, el periodo comprendido entre los 3 y los 7 años es, al parecer, fundamentalmente importante para la adquisición de las funciones atencionales ejecutivas. Sería el momento oportuno para enseñar las habilidades de mindfulness, de concentración. Pero también puede ayudar a los adolescentes. El entrenamiento en procesos atencionales puede mejorar la atención ejecutiva” (Siegel, 2012).

Nuestra educación no fomenta la productividad mental. Fomenta demasiado la memoria y descuida el momento expresivo. Un caso llamativo de este enfoque es el modo de considerar la lectura. Es una actividad receptiva. Importante, sin duda. Pero desde el punto de vista educativo, la lectura debe servir para producir pensamientos, para relacionarse mejor, para actuar. Puede darse una pereza expresiva, como puede darse una pereza también peligrosa en buscar cosas en la memoria (Marina y De La Válgoma, 2008). De lo dicho se desprende que, antes de emprender una educación para la creatividad, hay que conseguir educar la productividad básica.

 

El nivel de la creatividad

Para precisar este nuevo nivel debemos comenzar definiendo algunos conceptos:

“Crear” es producir intencionadamente novedades valiosas. No basta con que sean originales, sino que han de tener alguna cualidad apreciable: la eficacia, la belleza, la gracia, la utilidad. Lo que concede valor a la creatividad es el valor del proyecto que se va a resolver creativamente.

Si “crear” es un acto, “creatividad” es una capacidad, una competencia. Es el hábito de crear. La actividad creadora no consiste en imaginar, sino en inventar, que es un término mucho más amplio que nos sirve para designar el encuentro o la producción de cosas nuevas. La imaginación es la encargada de inventar imágenes.

Esta capacidad es imprescindible para la vida diaria porque continuamente nos enfrentamos con problemas y deseamos realizar proyectos. En ambos casos puede ser imprescindible hacerlo creativamente.

El prefijo que comparten estas dos palabras –problema y proyecto– nos indican su parentesco. En ambos casos hay un dinamismo hacia delante. Proyecto es la meta que lanzo al futuro, para desde allí seducirme e incitarme a la acción. Problema es lo que me impide el paso. La creatividad está relacionada con ambos. Cuando elaboro un proyecto, planteo un problema: ¿cómo podré realizarlo? Todos hemos hecho muchos proyectos en nuestra vida –fundar una familia, tener hijos, ser médico, triunfar en mi profesión– y todos estamos embarcados en un proyecto inevitable: queremos ser felices. La dificultad estriba en cómo conseguirlo. Los expertos nos dicen que hay dos modos de resolver problemas. Hay problemas que se resuelven algorítmicamente y hay problemas que se resuelven heurísticamente.

Algoritmo se deriva del nombre de un matemático persa Al-Juarismi. Significa un procedimiento rigurosamente establecido para realizar una cosa. Técnicamente, es un conjunto  finito de reglas o procedimientos para resolver un problema. Las instrucciones para poner en marcha un electrodoméstico son un algoritmo. Los programas de ordenador son algoritmos: hacen que la máquina realice una serie de operaciones.

Heurística es una palabra más complicada. Procede de la misma palabra que ¡Eureka!, ¡lo encontré! Son procedimientos informales, azarosos, inventivos, para encontrar una solución. Se aplican a los problemas que más nos interesan o angustian, y constituyen la esencia de la creatividad. Resulta fundamental adquirir las competencias para resolver ambos tipos de problemas, por eso el interés por la creatividad va mucho más allá que la creatividad artística. Entendida como la capacidad para resolver problemas heurísticos es fundamental para el éxito vital. Y también para el laboral. La consultora McKinsey ha señalado que el 30% del crecimiento producido en los países desarrollados procede de trabajos algorítmicos, mientras que el 70% procede de trabajos heurísticos.

A la personalidad creativa le corresponden algunas cualidades esenciales: actividad frente a pasividad, expresividad frente a mutismo, innovación frente a repetición, descubrimiento de posibilidades frente al síndrome de impotencia adquirida, apertura frente a cerrazón, autonomía frente a dependencia. Al centrarse en estos aspectos, la creatividad se acerca al buen uso de la inteligencia, y la educación del talento a la que esta sección aspira tiene que ocuparse de ella.

En este punto es donde el modelo de inteligencia que estamos exponiendo en esta serie de artículos resulta más iluminador. Se basa en la distinción entre dos niveles operativos: el generador (computacional, el sistema 1 de Kahneman) y el ejecutivo (sistema 2) (Kahneman 2012, Marina 2012c). El primero capta información, la elabora y la guarda mediante una serie de operaciones de las que no somos conscientes. Una parte de esa información pasa a estado consciente. Esto constituye el momento expresivo. Sabemos que es una operación de síntesis. Steven Mithen considera que la mente ha ido evolucionando desde una inteligencia modular, a una inteligencia general no especializada y, por último, a una inteligencia  fluida (Mithen, 1996). Este gran paso coincide con la aparición del lenguaje –que hace posible un nuevo tipo de metarrepresentacion–, y con la aparición de la conciencia. Es en esencia el argumento que Paul Rozin desarrolló en 1976 para la evolución de la inteligencia avanzada. El rasgo esencial es su noción de accesibilidad: la posibilidad de “llevar a la conciencia” el conocimiento ya presente en la mente humana, pero ubicado en la “inconsciencia cognitiva” (Rozin, 1976). Schachter, en 1989, decía que la conciencia tendría que ser considerada como “una base de datos global que integra el output de los procesos modulares” y continúa diciendo que “tal mecanismo integrador es fundamental en todo sistema modular donde módulos separados e independientes manejan paralelamente el procesamiento y las representaciones de distintos tipos de información”.

A partir de esa información, en estado consciente comienza el trabajo de la inteligencia ejecutiva, ubicada en los lóbulos frontales, que se encarga de evaluar las ocurrencias producidas por la inteligencia generadora (Marina, 2012c). Así pues, la educación de la creatividad consiste en fomentar la construcción de una inteligencia generadora creativa y de una inteligencia ejecutiva creativa. Estos son, en la actualidad, campos muy activos de investigación (Marina, 2013).

 

La educación de la inteligencia generadora

Muchos autores han admitido la existencia de mecanismos generadores en nuestro cerebro, que actúan bajo el nivel de la conciencia, en lo que se ha denominado inconsciente cognitivo, inconsciente afectivo e inconsciente motor. Jerome Bruner, en su autobiografía, habla de un generador de hipótesis. Chomsky hablaba de estructuras generativas en el lenguaje. Salkovski, en un reciente libro sobre obsesiones considera que las intrusiones cognitivas –queridas o no queridas– reflejan las actuales preocupaciones de una persona que brotan desde un idea generator en el cerebro. Este sistema generador depende de la memoria y está formado por “esquemas” que asimilan información y la producen. Ahora sabemos que parte de esos esquemas son innatos y parte adquiridos. De esta manera, la educación de la creatividad se convierte en la formación de una memoria creadora.

Esta memoria tiene dos grandes dominios: contenidos y procedimientos. Los contenidos se organizan en redes de memoria que pueden tener gran densidad de conexiones y cuyos contenidos pueden estar organizados y codificados de manera que favorezcan más o menos los enlaces entre nodos. Un ejemplo claro de lo que digo es la estructura de la memoria lingüística. Los tratados de gramática separan la semántica (el léxico), de la sintaxis (la organización de las frases). Pero cualquiera que haya tenido que aprender un segundo idioma conoce la dificultad de pasar del conocimiento léxico a la producción del habla. Por eso, se tiende a reproducir el modo como los niños aprenden: captan totalidades lingüísticas, frase enteras, palabras dentro de frases y, poco a poco, van desglosando las palabras y aplicándolas a otros contextos.

La segunda red es operativa. Una inteligencia bien entrenada realiza con facilidad las operaciones mentales necesarias para transformar la información y adecuarla a las tareas, para realizarlas algorítmica o heurísticamente.

¿Se puede realmente educar el inconsciente? Se puede mediante la adquisición de hábitos. La relación de los hábitos con el inconsciente es doble. Por una parte, los hábitos se aprenden por repetición. Un jugador de tenis adquiere la pericia repitiendo muchas veces un movimiento. Esa repetición va configurando sus “esquemas musculares”; es decir, permanecen en la memoria, pero integrados en sistemas más amplios y sin posibilidad de recuperarlos aisladamente. No guardamos memoria de cada uno de los tanteos y repeticiones que hemos hecho hasta dominar una habilidad. En la pericia de un cirujano para operar está contenido todo su entrenamiento, pero de un modo ya indiscernible. En segundo lugar, porque el hábito nos permite realizar muchas operaciones de manera automática, lo que aumenta nuestra capacidad de acción. Un violinista que estuviera pensando en cómo mueve sus dedos, sería incapaz de tocar. La automatización de comportamientos complejos es uno de los grandes recursos de nuestra inteligencia. Como señaló el gran  filósofo y matemático Whitehead, “la civilización avanza en proporción al número de operaciones que la gente puede hacer sin pensar en ellas”.

Los hábitos fueron siempre el objetivo de la educación. Para Aristóteles constituían el carácter, la segunda naturaleza. Podían ser buenos (virtudes) o malos (vicios). Se adquieren por entrenamiento. Las investigaciones de Larry Squire han mostrado que el cerebro tiende a formar hábitos para ahorrar esfuerzos. Al observar cómo una rata aprendía a encontrar un cebo en un laberinto, comprobó que al principio los ganglios basales trabajaban mucho y luego, cuando la rata conocía la trayectoria, su actividad disminuía. Si dejamos que utilice sus mecanismos, el cerebro intentará convertir casi todas las rutinas en un hábito, porque así ahorra energía. La capacidad de adquirir hábitos complejos se mantiene incluso en personas que sufren grandes daños en su memoria. También sabemos que los mecanismos subconscientes del hábito influyen en infinidad de decisiones que parecen ser fruto de un pensamiento bien razonado pero que, en realidad, están bajo la influencia de impulsos que la mayoría de nosotros apenas conocemos o comprendemos (Duhigg, 2012).

Todo lo dicho vale también para el sistema emocional. LeDoux y Damasio se han esforzado en probar que el sistema inconsciente causa los sentimientos (como el miedo) antes de que sepamos que estamos en peligro. Jacoby había proporcionado pruebas de que los procesos conscientes e inconscientes son independientes. El sistema del miedo, por ejemplo, puede acceder a la conciencia, pero opera independientemente de ella, haciendo del miedo un prototipo del sistema emocional inconsciente (Jacoby, Yonellina, Jennings, 1997). Öhman ha demostrado que la respuesta de miedo no requiere de la conciencia. Reclutó a un grupo de estudiantes con miedo a las serpientes, otro con miedo a las arañas y otro que no tenía miedo ni a unas ni a otras que actuaba como grupo de control. Se les mostraron imágenes de serpientes, arañas, flores, hongos, a una velocidad que no permitía a los sujetos percibirlas. Sin embargo, la conductancia de la piel de los sujetos miedosos se elevaba al presentar el imperceptible objeto de su miedo (Öhman, 1999).

 

La educación de la inteligencia ejecutiva creadora

El aprendizaje de la creatividad implica la posibilidad de cambiar la fuente de las ocurrencias, es decir, el origen no consciente de nuestras experiencias conscientes (Marina, 2012a). Ahora ya sabemos que eso se hace mediante el aprendizaje de hábitos, que automatizan (es decir, permiten una ejecución no consciente) operaciones muy complejas. La inteligencia ejecutiva interviene en la creatividad evaluando las ocurrencias de la inteligencia generadora, manteniendo los proyectos, dirigiendo las actividades de búsqueda y de transformación de las informaciones y, sobre todo, organizando la memoria de trabajo. Quiero llamar la atención sobre este asunto que está generando una gran cantidad de investigaciones. Working Memory es la memoria activada para realizar una tarea, y la cantidad de información que se puede manejar simultáneamente. De su capacidad depende la capacidad de comprender, relacionar conscientemente, combinar informaciones diversas (Süb, 2002, Markman, 2012). En los programas educativos de la UP estamos experimentando con la posibilidad de ampliar la capacidad de la memoria de trabajo. Las expectativas son magníficas.

 

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Tutors will expect http://writemypaper4me.org/ an essay to be reasonably (but not exhaustively) comprehensive in its treatment of the topic, and this can only come from sufficiently wide reading

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