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El K.O. del Bienestar

Lo que caracteriza nuestra situación actual es un malestar ubicuo. Global y local, constante y proteico, general y específico, estable y nómada. Un malestar, para colmo, agravado por la incertidumbre. Al parecer, nadie sabe lo que realmente pasa, ni cómo salir de los variados atolladeros en los que nos encontramos. Vivimos una escandalosa dialéctica entre cabreados y contentitos. El poder está siempre contentito y la oposición siempre cabreada. La ciudadanía asiste descorazonada a esta desvinculada contienda de retóricas primitivas. Carecemos de esa mínima confianza en las instituciones, en las personas, en las creencias, que es necesaria para sobrevivir. Pero no voy a hacer un análisis sociológico del presente, sino clínico.

Las sociedades tienen su propia patología. En este momento, España está aquejada de dos enfermedades graves: la impotencia aprendida y el síndrome de inmunodeficiencia social. La Impotencia aprendida es un concepto psicológico que debemos aplicar al comportamiento social. Es el estado de pasividad, ansiedad y depresión que aparece cuando una persona – o una comunidad – piensa que no puede controlar su entorno, que está a merced de los acontecimientos. La situación le zarandea sin que pueda hacer nada para estabilizarla, sus acciones no producen los efectos esperados, recibe castigos de forma injustificada y aleatoria. Como consecuencia, se instala en una creencia básica y aniquiladora -«nada de lo que yo haga importa»- que produce pasividad, enlentecimiento, tristeza, carencia de apetito, incapacidad de indignarse, resignación.

La segunda patología, estrechamente relacionada con esta, es lo que llamo síndrome de inmunodeficiencia social. Los organismos humanos tienen – como el resto de sus parientes animales – un sistema inmunitario que los protege del ataque de agentes patógenos. Su precisión y eficacia es una de las maravillas de la naturaleza. Pero, a veces, ese sistema resulta dañado y se vuelve incapaz de realizar su función protectora. Aparece así el síndrome de inmunodeficiencia, que supone un riesgo mortal. Lo que sucede en los organismos individuales sucede también en las sociedades. Una comunidad se configura como un conjunto de partes que se unen para asegurar la supervivencia y un nivel de vida más perfecto. Como todos los organismos, necesitan mantener su integridad, que resulta destrozada por la corrupción. Corromper es desintegrar. Necesitan, pues, poseer un sistema inmunitario que les proteja del poder disgregador o destructivo de elementos patógenos. Carecemos de él.

La indefensión aprendida y el síndrome de inmunodeficiencia social tienen muchas cosas en común. Provocan un debilitamiento de la energía, una anemia vital. Hay una maravillosa palabra castellana que unifica las dos enfermedades, es decir, el desánimo y la falta de defensas: desmoralización. En efecto, estamos desmoralizados.

¿Tenemos algún remedio? ¿Hay alguna terapia eficiente? Los psicólogos nos dicen que el mejor antídoto contra la impotencia aprendida y sus secuelas es la acción. Nada cronifica más la depresión que la nimia, la pasividad o el sedentarismo. Los movimientos de indignación, las movilizaciones, las manifestaciones, cumplen una función anfetamínica al animarnos a la acción. ¡Puedo hacer algo! Al menos, protestar. Pero la acción no basta. Necesitamos sentir que somos capaces de una acción eficaz, puesto que la impotencia se basa en el reconocimiento de la ineficacia. Por eso, es muy difícil que las movilizaciones se mantengan. El poder conoce muy bien la táctica. La ineficacia las agota, las desmoviliza. Una de las cosas que me cuesta perdonar a los políticos es que, con su comportamiento, con sus promesas incumplidas, con su táctica de culpar a los demás y, por lo tanto, de eludir su responsabilidad, propagan la idea de que los votos no valen para nada, la actuación ciudadana no vale para nada, los programas no valen para nada. En resumen, los ciudadanos no valen para nada.

Víctimas de la impotencia aprendida. Se impone la psicología positiva:  sólo conociendo las fortalezas pueden afrontarse las limitaciones.

Hace años, se anunció el descubrimiento de una bomba que mataba a la gente sin dañar las instalaciones. Era utilísima, porque la gente puede reponerse, pero reponer las instalaciones es más difícil. La crisis actual es una resurrección de esa bomba ecológica. ¡Que se mantengan los bankias aunque los individuos perezcan!

La acción eficiente tiene que dirigirse a un proyecto, porque los proyectos nos seducen desde lejos y despiertan energías dormidas, nos sacan del marasmo y de la desmoralización. En este momento, por ejemplo, el nacionalismo no es un movimiento político, es una herramienta terapéutica. Contra el nacionalismo no valen razonamientos ni cálculos, porque hace una llamada a la rebelión contra el cálculo. ¡Por fin hay algo que da sentido al esfuerzo, al sacrificio, a la muerte! Saint Exupery decía: «Si quieres que el pueblo se separe, dales gratis de comer. Si quieres que se unan, proponle un proyecto difícil». Los nacionalismos han sido siempre unos eficacísimos antidepresivos. Sin duda, pueden tener consecuencias terribles. Los primeros ensayos con cortisona produjeron lesiones gravísimas, porque los enfermos, mejorados espectacularmente, querían correr y se rompían. Pero ahora sólo estoy analizando los efectos psicotrópicos. Los terapeutas sociales sabemos que sin objetivos ambiciosos no se movilizan las energías.

Respecto al síndrome de inmunodeficiencia social, el antídoto es el pensamiento crítico. Todo el mundo quiere que comulguemos con ruedas de molino. Y han tenido éxito. ¿No les extraña a ustedes la poca incidencia que la corrupción comprobada tiene en los resultados electorales? El pensamiento crítico, la negativa enérgica a habituarse, es una amenaza para todos los embaucadores, timadores, aprovechados, y toda esta fauna se apresta a anestesiarlo. El poder odia al pensamiento crítico, porque rechaza la sumisión y las falsas legitimaciones, que son ancestralmente las armas del poderoso. Acción, eficacia y pensamiento crítico, son nuestras mejores armas terapéuticas.

En los últimos años, se ha impuesto el concepto de la psicología positiva, que sostiene que sólo conociendo las fortalezas de las personas pueden afrontarse sus limitaciones. Creo que es necesaria una política positiva, que reconozca las fortalezas del ciudadano, defienda la eficiencia social del individuo, y fomente la inteligencia crítica.

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