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Materiales de construcción de José Antonio Marina

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El Diplodocus Dormido

Escribo como catedrático de Bachillerato, es decir, desde la trinchera educativa. Cada año visito centros, participo en congresos, jornadas o charlas con profesores, colaboro en sus revistas, doy clase a un centenar de futuros docentes, y hablo con personas de la administración educativa. Por ello creo tener una visión ajustada, aunque informal, de nuestro sistema educativo, y me gustaría explicar al lector algunos aspectos, ahora que se habla tanto de educación, y se entablan diálogos que casi siempre son monólogos intercalados.

Todo el mundo que habla de educación finge certezas que no tiene. No hay recetas mágicas, ni pedagogías milagrosas. La educción no es un proceso determinista, en el que si hago A resultará B, sino un proceso de influencias múltiples y no lineales, en el que padres, profesores y administración sólo podemos conseguir que aumente la probabilidad de que los alumnos aprendan y se comporten como a nosotros nos gustaría que lo hicieran. No lo olviden: se trata de aumentar la probabilidad. Por eso, lo más sabio que se ha dicho sobre educación está recogido en el proverbio de una tribu africana: «Para educar a un niño hace falta la tribu entera». Esa convergencia de esfuerzos es la que produce una eficaz elevación de las probabilidades educativas. Si no se da, corremos el riesgo de estar construyendo con una mano lo que derribamos con otra.

Tras esta cura de humildad, necesitamos ponernos de acuerdo en los fines de la educación, y, a continuación, discutir y poner a prueba los procedimientos para conseguirlos. Para comprender muchas de las cosas que se están diciendo a propósito de la Ley de Calidad hay que recordar que nuestro de enseñanza obligatoria -el que a mí me interesa- tiene dos finalidades contradictorias, de ninguna de las cuales podemos prescindir. Una de ellas es la cohesión social, la eliminación de diferencias, la formación de buenos ciudadanos. Pretende igualar las oportunidades y realizar una socialización educativa de toda la población española. Esto nos parece un bien social, y por eso lo pagamos todos los españoles.Lo que nos interesa es que ningún muchacho se quede marginado, que no haya fracaso escolar. En este sentido, nos movemos en un régimen de mínimos. Pero, al mismo tiempo, queremos dar una enseñanza de calidad, promover la excelencia, es decir, regirnos por régimen de máximos. Y ambas cosas son difíciles de realizar simultáneamente. Supongamos que en una clase hay 10 alumnos brillantes, 10 alumnos medianos, y 10 malos alumnos. ¿Cómo distribuye el profesor su atención, cómo consigue que nadie resulte perjudicado, cómo marca la velocidad de crucero? Una solución es unir a los buenos alumnos en un grupo y a los malos en otro. Esto favorece la calidad de un grupo y empeora la de otro. No parece sensato reinstaurar el clásico «pelotón de los torpes». Pero no tenemos soluciones estándar. Es cuestión de prudencia, de habilidad organizativa, de astucia profesional.

Recuerden ustedes que la enseñanza obligatoria es un peculiar derecho. Se exige su disfrute, aunque el beneficiario no tenga ganas de disfrutarlo. Por eso la enseñanza produce tan a menudo un sentimiento de irritación. ¿No se darán cuenta los malos alumnos de las oportunidades que tienen? Pues no, muchos no se dan cuenta.Por eso, nos vemos embarcados en la tarea de «salvarles a pesar de ellos mismos». Mientras enseñamos a unos alumnos a navegar a toda vela, tenemos que intentar que otros no se ahoguen. Como ven, al hablar de la calidad de la enseñanza obligatoria tenemos dos criterios diferentes que hemos de conjugar: que nadie se descuelgue del sistema educativo, porque eso supone cada vez más una grave marginación social, y que los alumnos salgan bien preparados para su vida personal y laboral.

Nadie sabe cómo resolver este problema. Hay dos grandes opciones: integrar a los alumnos en un currículo único, o diferenciarlos en itinerarios distintos. Ninguna de ellas está dando buenos resultados y, de hecho, países que habían doptao un sistema están cambiando a otro. La Enseñanza Secundaria en todo nuestro ámbito cultural está sometida a bandazos casi erráticos. La última ocurrencia la acaba de tener Luc Ferry, ministro de Educación francés, al proponer que se castigue a los alumnos de más de 13 años que insulten a un profesor, con un internamiento de seis meses en un centro especializado. Como sigamos así, nuestros remilgos para introducir un sistema sensato de disciplina en los centros nos conducirán a instaurar un código penal escolar y una Policía especializada.

En este momento, la Ley de Calidad propone una diversificación en itinerarios, y aparece un polémico itinerario tecnológico-profesional, y un programa de iniciación profesional, en los que el PP ve una solución al fracaso escolar, y el PSOE ve una medida de discriminación del alumnado. ¿Quién tiene razón? Hasta que no se haga la planificación concreta, la asignación de fondos, y la selección de profesores, ninguno de los dos, porque la vaguedad de la ley permite todo.Romanones tenía razón cuando dijo: «No me importa que la oposición haga las leyes, con tal de que me dejen a mí hacer los reglamentos».Propuestas que son buenas en teoría pueden no serlo en la práctica.En los años 50 hubo en China una plaga de ratas que se comía la cosecha de arroz. El Gobierno pensó muy sensatamente que si cada chino mataba algunas ratas la plaga se terminaría en poco tiempo, y decidió pagar una gratificación por cada cadáver de roedor. La idea era buena, pero no contó con que los campesinos iban a descubrir que criar ratas era más productivo que plantar arroz y obrar en consecuencia. La medida, pues, produjo lo contrario de lo que pretendía.

Los itinerarios pueden ser eficaces o no, según se organicen.Si dedicamos mucho esfuerzo, dinero y unos profesores adecuados al itinerario profesional, será un éxito. Si no se hace así, se convertirá en el varadero de los malos estudiantes. Por lo tanto, lo que hay que vigilar es la aplicación de la ley y sus resultados. Y ahí es donde la Administración, la oposición, los profesionales de la enseñanza, los padres, la sociedad en general, deben estar atentos, dispuestos a colaborar en una mejora permanente.Con frecuencia asistimos a los acontecimientos políticos con la misma actitud con que se va a los partidos de fútbol. Ante todo se quiere que el contrario pierda. No es mi caso. Vote a quien vote, quiero que el Gobierno de turno lo haga bien, que acierte.

Una ley educativa no sirve para gran cosa. El mundo educativo son siete millones de historias de alumnos y medio millón de historias de profesores. Es en esa complejidad minuciosa donde tenemos que introducirnos, capilarmente, no coactivamente, si queremos mejorar la enseñanza. Estamos tratando con la complejidad de la vida, cambiante, rápida, variada, conflictiva, y tenemos que poseer una gran flexibilidad para adaptarnos a ella. La reforma educativa, la búsqueda de la calidad debe ser continua, más allá de la ley, sin alharacas legislativas, sin miedo a reconocer los fracasos, pendiente de los resultados, de las innovaciones, de la experiencia.

Lo que me preocupa es que nuestro sistema educativo es en la actualidad un diplodocus dormido, es decir, un organismo poderosísimo en un irritante estado de pasividad. Esta inercia está afectando incluso a los buenos profesores, que se encuentran cansados de luchar contra un ambiente desanimado y lleno de excusas. No necesitamos leyes, no necesitamos más teorías pedagógicas, lo que necesitamos es recuperar la vitalidad y el ánimo. En este momento es más un problema de gestión de personal y de recursos que de teorías o normas. Ninguna de las administraciones educativas que hemos tenido en los últimos decenios ha entendido esto. La historia de la formación del profesorado ha sido y es la historia de una indiferencia. La relación laboral con los docentes ha sido torpe. Hemos hundido prestigios y ahora no sabemos cómo recuperarlos. La educación es una cuestión de personas, que pueden hacer maravillas con una ley mala o inutilizar una ley magnífica.

El sistema educativo tiene recursos colosales, pero tiende a la inercia. El carácter funcionarial de la enseñanza pública añade inercia a la inercia. Lo que esperamos de las administraciones educativas no es que sean expertas en pedagogía, sino expertas en gestión de personal y en organización. ¿Cómo conseguir movilizar, dignificar, seleccionar al profesorado? ¿Cómo organizar los centros? ¿Cómo administrar mejor el dinero? ¿Cómo premiar a los buenos docentes? ¿Cómo explicar a la sociedad lo que hacemos? ¿Cómo ampliar las posibilidades de acción de los educadores? ¿Cómo implicar a los padres, a los medios de comunicación, a la sociedad? Sigo con mucha atención la vida de las empresas. Hay en ellas un permanente interés por la organización, por cómo conseguir aprovechar el talento de la gente, por formarla. Están empeñados en hacer «empresas inteligentes», con capacidad para responder eficazmente a las condiciones cambiantes de un mundo competitivo y veloz.

También nosotros debemos construir un «sistema educativo inteligente», en el que seamos capaces de colaborar, de mantenernos al día, de establecer relaciones con las familias y con la sociedad. Necesitamos que las administraciones públicas lideren esa revitalización, que fomenten las actitudes creadoras e innovadoras, que mantengan el sistema en tensión, que cumplan una tarea educativa respecto de la sociedad. Hay muchos medios para hacerlo. Hay que aprovechar la red de Centros de Profesores y Recursos, hay que favorecer la conexión por Internet de los centros de una zona, para que se comuniquen experiencias y para que los padres puedan integrarse, hay que cuidar la formación del profesorado, usar bien las revistas y publicaciones educativas, tener un cuerpo de inspectores que no sólo vigilen sino que ayuden, y, en este momento de forma prioritaria, es preciso formar y premiar buenos equipos directivos. En resumen, la Ley de Calidad no va a mejorar nada si no se despierta al dinosaurio y se le pone a hacer gimnasia

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