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México o por qué es tan difícil aprender de la historia

Cada época actúa movida por unas creencias que pueden llevar al horror o a la injusticia. La nuestra también. Hay que tener cuidado

La historia es un saber que se instrumentaliza con facilidad, lo que hace casi imposible que aprendamos de ella. Las naciones la usan para fundamentar reivindicaciones, justificar el poder, fomentar la identidad o elogiar su propia grandeza. Para despertar pasiones más que para facilitar la comprensión. Se ha visto, otra vez, en la polémica abierta por unas intempestivas declaraciones de López Obrador.

 

Ha habido comentarios descalificadores del mandatario, loas al papel civilizador de España, o referencias a la interminable serie de conquistas que tejen y destejen la historia universal. Creo que se ha dejado de lado lo fundamental. Con escandalosa frecuencia, el mal y el bien van mezclados. Recuerden la hilarante escena de ‘La vida de Brian’ en que se preguntan: «¿Qué ha hecho Roma por nosotros?».

El abate Raynal organizó entre los años 1783 y 1789 un concurso en la Academia de Ciencias, Artes y Bellas Artes de Lyon sobre el tema ‘¿Fue útil o nocivo para el género humano el descubrimiento de América?’. La conclusión fue que resultó perjudicial para todos, en especial para los europeos, porque propició la codicia, acentuó la desigualdad social y fue motivo de incesantes conflictos entre los hombres y pueblos del continente.

Un problema de educación

El debate sobre el papel español en América se enrareció porque, como criticó Anthony Pagden en ‘The Fall of Natural Man. The American Indian and The Origins of Comparative Etnology’ (Cambridge,1982), las reconstrucciones históricas de la colonización realizadas durante el régimen de Franco pretendían legitimar un pasado imperial. En la escuela nos hacían aprender de memoria los puntos de la Falange, uno de los cuales decía: «Tenemos voluntad de Imperio. Afirmamos que la plenitud histórica de España es el Imperio».

López Obrador debería haber pedido que se disculpara a Castilla, no a España, ya que la donación solo fue hecha a ese reino

Una de las grandes enseñanzas de la historia es comprender que todas las sociedades, en cada época, sufren una peculiar credulidad. Aceptan como evidentes afirmaciones o valoraciones que el tiempo se encargará de desmontar. No se admiten por argumentación sino por costumbre. Todo el mundo se deja llevar por certezas que pueden ser falsas. Tener un prejuicio, decía Allport, es estar completamente seguro de algo que se desconoce. La historia nos permite saber hasta qué punto los humanos nos habituamos a cualquier cosa, incluido el horror. El cine americano ha ensalzado la conquista del Oeste y el exterminio de los indios. John Ford y compañía nos han hecho disfrutar viendo cómo la caballería estadounidense masacraba pieles rojas. En 1835, los maoríes de Nueva Zelanda comenzaron a ser aniquilados. Como dijo uno de sus jefes: «De acuerdo con nuestras costumbres, no perdonamos a nadie». Ahí está el problema: en actuar de acuerdo con las propias costumbres, con las propias creencias.

 

Volvamos al descubrimiento del Nuevo Mundo. Muy pronto se levantó una polémica acerca de los ‘justos títulos’ que amparaban la empresa. Para defenderlos, se adujeron dos ideas. La primera: la conquista fue legitimada por la ‘donación’ que hizo el papa Alejandro VI de esas tierras al reino de Castilla y León, mediante la bula ‘Inter caetera’. “Haciendo uso de la plenitud de la potestad apostólica —decía— y con la autoridad de Dios omnipotente que ostentamos en la tierra, os donamos, concedemos y asignamos perpetuamente, a vosotros y a vuestros herederos y sucesores en los reinos de Castilla y León, todas y cada una de las islas y tierras predichas y desconocidas que hasta el momento han sido halladas por vuestros enviados y las que se encontrasen en el futuro y que en la actualidad no se encuentren bajo el dominio de ningún otro señor cristiano, junto con todos sus dominios, ciudades, fortalezas, lugares y villas, con todos sus derechos, jurisdicciones correspondientes y con todas sus pertenencias”.

 

Algunos teólogos, como Francisco de Vitoria, negaban la tesis de que el Papa fuera monarca de todo el orbe, pero el mismo Bartolomé de las Casas, el gran defensor de los indios, consideraba que los reyes de Castilla y León tenían justísimo título al imperio soberano de todo aquel orbe “por autoridad del derecho divino”, por el poder infinito de la Iglesia. Por cierto, López Obrador debería haber pedido disculpas a Castilla, no a España, ya que, por una curiosa peripecia histórica, la donación solo fue hecha a ese reino, sin que Aragón o el resto de España la compartieran. Estas ‘donaciones’ pertenecen a una ideología medieval que ahora nos parece disparatada… porque no somos medievales. También nos parece inconcebible que durante siglos el Papado reclamase el poder temporal sobre todos los territorios del antiguo Imperio romano basándose en un fraudulento documento llamado ‘Donación de Constantino’, según el cual el emperador donaba todo su imperio al papa Silvestre I.

 

Las naciones usan la historia para fundamentar reivindicaciones, justificar el poder, fomentar la identidad o elogiar su propia grandeza

 

La segunda creencia que legitimaba la colonización española fue el ‘derecho de conquista‘, es decir, la conquista como fuente de derecho. Desde el principio de la historia, el vencedor podía quedarse con los bienes del vencido. Thomas Sowell, en su libro ‘Conquest and Culture’, muestra que la conquista ha sido un fenómeno continuo e inevitablemente cruel. El poder tiende primero a expandirse y luego intenta legitimarse. Este ‘guion evolutivo’ se ha mantenido hasta recientemente.

 

Me contaba un ministro de Defensa que una parte importante de las propiedades de ese ministerio tenían como título de adquisición las siglas ‘d.c.’. ‘Derecho de conquista’. La extraña Ley 8/2018, de 28 de junio, de actualización de los derechos históricos de Aragón, menciona que se abolieron a principios del siglo XVIII, por los llamados Decretos de Nueva Planta, “que se fundaban en el derecho de conquista”. Cuando en 1885 las potencias europeas se repartieron África, en uno de los hechos históricos más vergonzosos de todos los tiempos, apelan al principio de ‘uti possidetis iure‘ (principio de ocupación efectiva), que autorizaba a cualquier Estado europeo a reclamar derechos de soberanía sobre un territorio africano solo con demostrar que tenía una posesión real sobre este, conseguida por cualquier medio, incluida la conquista. El derecho de conquista fue decayendo y acabó siendo negado por Naciones Unidas, aunque algunos flecos quedaron pendientes, como el ‘derecho de ocupación‘ (que no permitía cambiar la legislación del país ocupado) y el ‘de intervención humanitaria‘, que ha provocado también serias discusiones.

Crítica al poder

La historia muestra que la historia de la humanidad es una colosal chapuza de la que hemos escapado por los pelos. Su parte más noble, aquella en que hemos conseguido un progreso indudable, aunque precario, ha sido la dedicada al descubrimiento e implantación de los derechos. Y este es un aspecto de la conquista americana que no he visto mencionado en los apresurados debates de estos días. El descubrimiento de América supuso un terremoto mental. ¿Qué eran aquellos seres que habitaban tan lejanas tierras? ¿Eran humanos? Se planteaban dos temas importantes: si los indios tenían capacidad para ser evangelizados y si tenían derecho de propiedad sobre sus tierras. Este momento reflexivo sobre una conquista es lo que me parece asombroso. Carlos V se vio aquejado de la ‘duda indiana’, es decir, de si debía abandonar las Indias. Para tranquilizar su conciencia, convoca una junta de juristas y teólogos en Valladolid, en 1550, y detiene las conquistas en América hasta que hayan dado un dictamen sobre su legitimidad. Uno de los intervinientes fue Bartolomé de las Casas, que en 1542 había escrito: “Todos los bienes que todos los conquistadores en todas la Indias tienen, todos son robados, y por violencias enormísimas habidos y tomados a sus propios dueños, que eran los indios”.

 

Nuestras costumbres y creencias nos guían y nos obligan a extremar la cautela, la humildad ideológica y el pensamiento crítico

 

La conquista continuó, pero quiero recordar al menos que ese momento reflexivo y la labor de los teólogos juristas españoles de ese momento abrieron un camino importante de la crítica al poder. En ‘Biografía de la humanidad’, he defendido, con el fervor del converso, que el reconocimiento e implantación de los derechos es una de las líneas en que el progreso de la humanidad es evidente. Creo que la obra de los juristas y teólogos del XVI inició la defensa de los ‘derechos subjetivos‘, es decir, de los que se tienen con independencia de que el legislador los reconozca o no. Fue la teoría que culminó en las revoluciones políticas del siglo XVIII. Hablando de esos derechos subjetivos, García de Enterría comentaba que era sorprendente que una distinción que parece puramente técnica hubiera tenido tanta importancia en nuestra vida diaria.

 

¿Qué enseñanza me gustaría sacar de esta apresurada cabalgada por la historia? Que cada época actúa movida por unas creencias y que esas mismas pueden llevar al horror o a la injusticia. La nuestra también. Y eso nos obliga a extremar la cautela, la humildad ideológica y el pensamiento crítico. ¿Qué falsas evidencias estarán en este momento dirigiendo nuestras decisiones? Pueden ver más información en el blog.

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