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La Constitución y la Historia

Miguel Herrero de Miñón ha sido el defensor más tenaz de los “derechos históricos”, desde un punto de vista estrictamente jurídico. Ha sido muy crítico con los constituyentes de 1978, porque abordaron este asunto “sin tener conocimiento de los problemas que se trataba de resolver, de los instrumentos entonces utilizados, de los paralelos comparados pasados o presentes y, ni siquiera del sentido de los términos que iba a emplear. La intuición predominó sobre el conocimiento y, en consecuencia, el arbitrismo sobre la ciencia” (“Idea de los derechos históricos: a propósito de la Disposición Adicional Primera de la Constitución”, Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, Núm. 14 (mayo 1991), pp. 51-59). En ese mismo texto menciona la imposibilidad de considerar una Constitución como el fundamento originario de una Nación. “Los Derechos históricos sirven de marco de referencia a la legitimación democrática, porque las opciones democráticas pueden darse en ellos, pero no sin ellos, porque más allá de los mismos no se sabe determinar el sujeto de la propia autodeterminación democrática. La voluntad general del “nosotros” sólo es posible una vez que se ha determinado el sujeto que así se afirma (…). El Derecho histórico y la entidad histórico-política son, en consecuencia, constitutivos del sujeto político transcendental“. Insistiré una vez más en que no es posible entender ningún fenómeno vital –sea biológico o histórico- sin enfocarlo evolutivamente.

En La Pasión del Poder y Tratado de filosofía zoom he explicado la circularidad de las Constituciones: el pueblo (we the people) determina quién es el pueblo. Derrida se ha referido a ella, hablando de la Declaración de Independencia norteamericana. Un pueblo firma que se constituye como sujeto unitario mediante esa misma firma. Ahora bien, el pueblo no existe antes de su acto de fundación, acto que precede al pueblo como instancia autorizadora. Ocurre algo tan extraño como que el pueblo, mediante su firma, viene al mundo como sujeto libre e independientes, como posible firmante. Firmando se autoriza a firmar. En el “nosotros” congregado en el acto de la fundación se enmascara una heterogeneidad ordinaria. El pueblo es un sujeto decretante a la vez que un montón empírico de individuos todavía dispersos; es instaurador de una ley a la que el mismo se somete. En el seno de todo orden constitucional, de toda convivencia democrática, hay un “nosotros” inconsistente” (Innerarity, D., El nuevo espacio público,139).

Los revolucionarios franceses comprendieron el problema. Querían fundar la legitimidad en la “voluntad general”, pero les parecía insuficiente si era ese “montón empírico de individuos dispersos”. Había que darles algún tipo de unidad. Crearon así una ficción jurídica: la voluntad de la Nación. Previendo los problemas que podía suscitar esta idea, el 15 de junio de 1789 Mirabeau propone en los Estados Generales que sus miembros se llamen “representantes del pueblo francés”, en vez de “representantes de la nación francesa”. Pero dos días después se aprueba la moción de Sieyès, y el nombre elegido es “Asamblea Nacional”. La nación había ganado la partida y, como señala Georges Gusdorf, todo el trabajo de las asambleas de la República se vio determinado por esta elección terminológica.

Giorgio Agamben  ha llamado “paradoja de la soberanía” a la argumentación circular de las Constituciones. Tiene que haber una soberanía previa a la Constitución, que es la que puede actuar como poder constituyente. El poder constituyente se sitúa fuera del Estado, pero una asamblea constituyente solo se convoca dentro de un Estado. Negri afirma que el poder constituyente emerge, como la libertad, de un acto afirmativo, sin antecedentes, puro fundamento en sí mismo.  En esto, el izquierdismo se identifica con el conservadurismo de Carl Schmitt que define el poder constituyente como “una voluntad política que está en condiciones de tomar la decisión concreta fundamental sobre el modo y la forma de su propia existencia política”. Gerard Mairet resume este problema en su Historia de las ideología (París, 1978): “la soberanía es un auténtico mito cuyos secretos no hemos logrado penetrar todavía, pero que constituye tal vez el secreto del poder”.

¿Por qué  insisto tanto sobre el carácter ficticio que tienen los conceptos políticos? No pretendo fomentar el escepticismo, sino recuperar su carácter pragmático y despojarlos de una solemnidad metafísica o religiosa que siempre ha llevado a enfrentamientos sin más salida que la fuerza. La convivencia plantea enormes problemas que hemos de ir resolviendo con inteligencia y humildad. Hemos sobrevivido gracias a “ficciones salvadoras” como la ética o el derecho. Nos parecemos al barón de Münchhausen, que se sacó del pantano tirándose de la coleta hacia arriba. Todos nos hemos salvado por los pelos; esa es la principal lección de la Historia. Cuando surgen problemas políticos los argumentos tienden a hacerse transcendentales, trágicos, esencialistas, olvidando que en el origen de esas disputas están ficciones, importantísimas, necesarias, pero pragmáticas.

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Únete 8 Comments

  • Luis dice:

    hoy sobre el artículo de elconfidencial (profusamente comentado), estoy acuerdo en parte, aunque no deja claro que las circunstancias de los pueblos cambian, y la historia debe acoplarse a las circunstancias, y no al revés, pues la ley fosilizada del pasado, impide el avance de los pueblos y de su capacidad adaptativa.
    Un ejemplo, es la Ley hipotecaria española, que fue diseñada en el siglo XIX, fudamentada en garantizar los derechos de los prestamistas, o sea, los bancos, ahora las nuevas circunstacias, es decir, Europa de la que formamos parte, decide que es abusiva, y le quita prebendas garantistas a los bancos.
    La globalización es la que manda, las nacionalidades o se adaptan por las buenas, y se incorporan a la globalización europea, o retroceden en influencia económica.
    «Yo soy yo y mis circunstancias», de Ortega, sigue siendo slogan que define el devenir de los individuos y los pueblos. Si no se reconocen las circunstancias hacia las que nos encaminamos (futuro), es imposible modificar el pasado. Siempre habrá fuerzas reaccionarias que se opongan a las circunstacias del futuro. Creen que son progres, que es desobediencia civil, pero no son más que efervescencias petrificadas del pasado, que no podrán evitar, el devenir del futuro. Sólo podrán retrasarlo, son antiguallas del pasado, que tienen perdida de antemano los cambios que se avecinan. Siempre ha pasado en la historia, que las fuerzas reaccionarias, se oponen a perder sus PRIVILEGIOS, pero la historia es inexorable y tarde o temprano, los privilegios se pierden.
    Torres más altas han caido.

  • antonio dice:

    Estoy de acuerdo con Luis, el mundo no avanza por la erudicción humana, ni por los argumentos de la razón, el mundo evoluciona y cambia, porque las circunstancias del entorno le empujan a cambiar.
    El Brexit y la independencia catalana, dos anacronismos que van en contra de las circunstancias globales en el que vivimos abocan al fracaso a ambas formas de pensar petrificadas en un pasado, que no tiene cabida en el futuro.
    Históricamente ha pasado, siempre que socialmente se esta en un momento de cambios, los viejos demonios ideológicos del pasado reverdecen.
    Es cuestión de tiempo que los viejos demonios se cansen de dar la lata.

  • Jorge dice:

    Hola

    Yo creo que Herrero de Miñón se equivoca. Parte de un supuesto falso, la pre-existencia de una «Nación» antes de una Constitución. Es una idea común a la derecha política, pues para algo es conservador, tradicionalista. Para la gente de derechas, el pasado es la referencia, en ocasiones obligada.

    Y yo no creo en eso de la teoría «circular» de las constituciones. Simplemente hemos perdido el sentido que en el siglo XVIII tenía la palabra «nación»: el conjunto de habitantes de un territorio.

    Lo que los ilustrados revolucionarios se plantearon para acabar con el Antiguo Régimen era atacar su legitimidad, que se basaba fundamentalmente en el derecho divino de los reyes al gobierno. Era Dios quien designaba quién era rey y quién no, quién era noble y quién no por puro azar del nacimiento. Este nacimiento determinaba la clase social y los fueros y derechos determinados para el resto de la vida.

    Frente a esa decisión divina, los ilustrados establecieron que eran los ciudadanos los que tenían derecho a elegir su futuro, no un dios lejano y desconocido que sólo parecía hablar por boca de los poderosos para reafirmar su poder.

    Es entonces cuando nace el concepto de soberanía nacional, pero entendida en el sentido de que es el conjunto de ciudadanos de un territorio (en este caso, de los súbditos del monarca depuesto) los que deben decidir su futuro.

    Así ser refleja también en la constitución española de 1812: la soberanía reside no en el rey, sino en el conjunto de los españoles de ambos hemisferios. Ni siquiera se pregunta por su origen: basta la residencia.

    Es posteriormente, a lo largo del XIX, cuando la burguesía triunfante genera de la nada el concepto de Nación, con mayúscula, para justificar su dominio político y económico sobre un determinado territorio, partiendo de la base que «siempre fue así y siempre ha de ser así».

    Tomás Pérez Vejo tiene varios libros dedicados al tema, con numerosas referencias bibliográficas, donde explica cómo se crearon las Naciones en la mitología popular y cómo a partir del nacionalismo cultural se creó todo el Nacionalismo Político y la idea de muchos doctores en derecho de que la Nación era algo eterno que era la portadora de la soberanía a lo largo de los siglos.

    Pero es imposible encontrar una sólo idea de «soberanía de las Naciones» antes del XIX porque sencillamente las Naciones todavía no existían.

    En ese sentido, la supuesta circularidad de una Constitución no es tal: son los ciudadanos de un determinado territorio los que deciden libremente darse unas leyes y formar un estado. No precisa de historia previa, ni de pedir permiso a sus antepasados ni nada parecido. Ellos sólo se constituyen soberanos al formular una Constitución.

    La soberania se crea pues al ejercerla. Lo opuesto a esto es la tiranía, sea de un rey que afirma su derecho divino o de un dictador que toma el poder por la violencia.

    un saludo

    • Jorge dice:

      Y añadiré algo más:

      el truco de la burguesía triunfante para manipular a la opinión fue sustituir el viejo lema del AR de «Dios lo Quiere» por la «Nación lo exige».
      Creando un fantasma intelectual como la Nación, les permitía ejercer de demiurgos de su voluntad. Todo el que se oponía a sus ideas, se oponía a la Nación y por tanto era un traidor.
      Fue así como descalificaron durante décadas a los movimientos obreros y sociales: como antipatriotas.

  • antonio dice:

    me alegro de verte por el foro Jorge. Hay que darle trabajo al profesor Marina, esta muy cómodo con sus análisis erúditos tan alejados de la cotidianidad vulgar.

    • Jorge dice:

      Hola, igualmente.

      Pero no estoy de acuerdo en cuanto a las propuestas de Marina. Incitan a pensar, que es de lo que se trata.

      salu2

      • antonio dice:

        tampoco estoy de acuerdo, e igualmente estoy convencido de que la solución al independentismo catalán, no pasa por seguir pensando en el problema, sino por actuar legalmente y con firmeza.
        Lo de la minoría catalana, es ya una fijación obsesiva, más propia de tratamiento psicologico, que de justificaciones filosóficas. No hay más que ver el poco sentido común y las mentiras argumentativas de los líderes encarcelados.
        No hay nada que pensar sobre una construcción argumentativa, basada en la mentira (no hay más que ver las cifras económicas históricas, favorable a Cataluña, además de como se subvenciona las propaganda separatista, desde los medios de comunicación), lo que hay que hacer es desenmascarla, y dejarse de erudicciones sociológicos, e históricas, que sólo dan pie a seguir alimentando la mentira social montada por un colectivo minoritario, que esta secuestrando el interés común del resto de los españoles, en su beneficio.
        s2s

        • Jorge dice:

          Sólo comparto a medias tu argumento.

          Es cierto que los nacionalistas catalanes mienten y manipulan… pero también lo hacen los nacionalistas españoles.

          Lo que que hay que denunciar es el nacionalismo como ideología, pues al basarse en mitos fatasmagóricos, como la religión, no permite un diálogo racional. Ni Dios ni la Nación son realidades objetivas y por tanto no pueden generar derechos.

          Una república independiente catalana es posible, ¿por qué no? Tanto como seguir siendo parte del estado, que es lo que deseamos la mayoría de los catalanes (de los españoles no sé, je, je). Y por eso la «unidad de España» es sólo una opción, no una ley de hierro inquebrantable en aras de no sé qué mitos decimonónicos.

          Las decisiones son nuestras, de los ciudadanos, que somos los verdaderos soberanos.

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