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La vida pública está llena de tecnicismos y tópicos que usamos sin comprender del todo. Quiero colaborar a los debates con un “Diccionario político de palabras confusas.” La primera: Autodeterminación. Es la capacidad de decidir sobre uno mismo, sobre la propia identidad. Un acto, pues, constituyente, fundacional, expresión de la voluntad libre. Se usa en dos contextos: “autodeterminación política” y “autodeterminación de género”. Esta permite la elección de la propia identidad sexual. Es un derecho individual. En cambio, el sujeto de la “autodeterminación política” es un “pueblo”. Plantean el problema de la identidad de maneras opuestas. La autodeterminación de género mediante la exaltación de la diferencia. La política, mediante la integración en un colectivo. Autodeterminarse es un ejercicio de voluntad. Problema 1: un “pueblo” no tiene voluntad. Solo hay voluntades individuales. ¿Cómo puede entonces autodeterminarse? Problema 2: ¿sobre qué puedo realmente decidir? La claridad es imprescindible para un debate.

El artículo inicial de este Panóptico se publicó en EL MUNDO el día 10 de enero de 2021.

EL PANÓPTICO 19

En los últimos tiempos, la psicología ha inventado muchos términos que comienzan por “auto” (self),  -al menos unos cuarenta- pero que con frecuencia no están bien definidos. Es difícil distinguir entre autoconcepto, autoimagen, y autopercepción, o entre autocontrol y autorregulación, o entre autodeterminación y autonomía. Todos tienen en común que se centran en el sujeto, en su capacidad de reflexionar o de dirigir su propia acción. (Por extensión, a máquinas cuando tienen capacidad de dirigir sus operaciones).
La palabra “autodeterminación” es curiosa. “Determinar” es, según el diccionario, “decidir hacer algo”. Toda decisión deriva de un sujeto agente. Si alguien toma una decisión por mí, yo no he decidido. Entonces, si el sujeto está ya presente inevitablemente en la decisión, ¿no resulta redundante el prefijo “auto”? No, porque la palabra se refiere a un acto de decisión que revierte sobre el propio agente, que afecta a su propia identidad, a su propio proyecto vital.

En un principio, la palabra se inventó para designar un acto individual, voluntario, libre, pero, como otras libertades, esta también ha sido protegida por un derecho, que en este momento se concreta en dos figuras jurídicas: el derecho a la autodeterminación política y el derecho a la autodeterminación de género.  En ambos casos se trata de un “derecho a decidir” sobre algo que afecta al propio sujeto decisor. A su carácter de afirmación identitaria se une cierto carácter emancipatorio. Supone el derecho a independizarse o separarse de una organización política existente, y el derecho a apartarse de la asignación de género hecha por la sociedad. En ambos casos también se plantean dos problemas comunes: quién es el titular del derecho, cuáles son los límites de la decisión.
El “derecho de autodeterminación de género”, – reconocido al menos en ocho comunidades autónomas y en estudio para una ley estatal- es un derecho individual. Es la persona la que puede decidir. Se discute acerca de si pueden hacerlo menores de edad. ¿Sobre qué? Sobre su identidad de género, lo que requiere una explicación. “Sexo” designa una realidad biológica. “Género”, en cambio, una creación cultural. Se utilizó para defender los derechos de la mujer, que estaban siendo atropellados en nombre de una supuesta “naturaleza”. Por ejemplo, hasta 1975 el artículo 57 del Código civil español consideraba que, según indicaba “la naturaleza”, la mujer debía obedecer al marido. Considerar como naturaleza cosas que eran creaciones culturales condujo a tremendas discriminaciones. Hasta aquí es un concepto claro y eficaz. Pero algunas defensoras de la liberación femenina consideraron que esa noción de “género” estaba todavía presa de una ideología “binaria” (dos sexos) que a su juicio era un modelo patriarcal que había que desahuciar, y aquí comenzaron las complicaciones ideológicas. Para librarse del injusto uso que se había hecho del concepto de “naturaleza” había que liberarse de él, dejar bien claro que lo importante era lo cultural, el género, que, como creación humana podía redefinirse como se quisiera, y, sobre todo, elegirse. Más aún, como señala Judith Butler, una de las figuras de la ideología queer, incluso el sexo biológico es una construcción cultural. Ni siquiera eliminar la referencia al sexo al definir el género se consideró suficiente liberación. Había que ir más allá. Había que afirmar el “transgénero”, no para señalar a las personas que sienten “disforia de género”, un desacuerdo con su corporeidad biológica que les produce sufrimiento, sino como ideología general. Para Jack Halberstam el término trans*, señala una política basada en la afirmación de la inestabilidad general de la identidad, que se orienta hacia la transformación social y no hacia el conformismo político. La ceremonia de la confusión conceptual se había consumado. Se llama “cis” a las personas que aceptan el género asignado socialmente, y “trans* a las que no lo aceptan, a las que piensan incluso que tener una identidad supone una amputación de libertades, y que es preferible no tenerla o tener una identidad nómada, indeterminada, o líquida. Lo que algunos psicólogos posmodernos llaman “personalidad ameboide”, absolutamente dúctil. Llevado a estos extremos, el “derecho a la autodeterminación de género” promete la libertad absoluta de elección. Esto ha indignado a las feministas clásicas, porque piensan que el olvido de la diferencia hombre/ mujer hace que quede en un segundo plano la lucha por la igualdad de derechos, que a su juicio es el problema fundamental en todo el planeta. Las leyes que reconocen la autodeterminación de género, piensan,” desdibujan a las mujeres como sujeto político y jurídico, poniendo en riesgo los derechos, las políticas públicas de igualdad y los logros del movimiento feminista».

Las reivindicaciones de las personas “trans” también corren el peligro de verse desdibujadas por la ideología trans*, con asterisco. Hay un movimiento en muchos países para despatologizar los casos de transexualidad. Sobre todo, para que no sea necesario un diagnóstico médico previo de “disforia de género” para comenzar el proceso de reasignación de género. Bastaría la declaración de la persona interesada. Pero esto no significa que la “autodeterminación” sea fruto de una decisión libre. No se elige ser “trans”, como no se elige la orientación sexual. Eso es, precisamente, lo que da hondura y trascendencia al tema. Si se trivializa la cuestión, presentando un “derecho de autodeterminación de género”, dependiente sólo de la voluntad del sujeto, no se está defendiendo la libertad, sino que se la está convirtiendo en un significado vacío. Hace unos días el Tribunal Superior de Justicia de Inglaterra dictó sentencia en el caso de Keira Bell contra la Clínica Tavistock, por haberla sometido cuando tenía 15 años a tratamiento hormonal a partir de su sentimiento de disforia de género.  Años después, piensa que la clínica actuó precipitadamente. El Tribunal mostró su preocupación por el aumento de casos de transexualidad en menores de edad. También yo estoy preocupado porque no oigo a los científicos exponer ideas claras sobre este asunto.

La otra versión jurídica de la autodeterminación es la política, que también tiene sus propias zonas confusas y sus limitaciones. Autodeterminarse, como hemos dicho, es un acto de voluntad. Y la voluntad es una facultad individual.

Cito a Javier Pérez Royo, catedrático de Derecho Constitucional: “Justamente porque la voluntad es lo determinante, es por lo que los derechos colectivos no pueden existir. La voluntad es patrimonio exclusivo del individuo”.  Al atribuir la capacidad de decisión a un “pueblo” o a la “nación” estamos forzando el significado de la palabra. La voluntad de la nación estaba clara cuando se encarnaba en el soberano -de ahí procede la palabra “soberanía”-, pero cuando ese poder absoluto decayó hubo que buscar un sustituto, lo que resultó difícil. Rousseau propuso la “voluntad general”, pero ese recurso solo valía cuando había unanimidad. Las minorías minaban el carácter unificador del acto de la voluntad general. Robespierre y sus seguidores encontraron una solución. Las minorías eran enemigas de la voluntad general, y el modo de alcanzar la unidad era la guillotina. Hitler y otros dictadores propusieron la suya: el Führer es la voluntad de la nación. En España era la tesis de la “Teoría el caudillaje”.  El comunismo propuso otra: el Partido, como conciencia de la clase obrera, era el depositario de su voluntad. Ninguna de las soluciones era buena porque todas partían de una ficción jurídica tomada en serio: la de “Pueblo” o la de “Nación” como sujeto autónomo, dotado de voluntad. Como todos los juristas saben, una “ficción jurídica” no es un engaño, es una solución de compromiso para resolver problemas. Es lo que hacemos, por ejemplo, cuando reconocemos “personalidad jurídica”, capaz de tomar decisiones y sujeto de responsabilidades, a una sociedad anónima. Nadie cree que tenga voluntad -las decisiones las toman los socios-, pero resulta útil comportarnos “como si” la tuviera.

Convertir “derechos individuales” en “derechos colectivos”, ha causado muchos problemas en la historia reciente de Europa y eso es lo que hace sospechosos a los nacionalismos.

Con el “derecho a la autonomía política” podemos olvidar que no hay un “voluntad unitaria”, que solo hay mayorías y minorías, que “Pueblo” o “Nación” no son entidades independientes, sino agregados de individuos que, ellos sí, tienen “derecho a la autodeterminación”. Que conferir entidad real a seres ficticios lleva a la idolatría. Las confusiones del concepto de “autodeterminación política” han estado presentes en el debate público desde que el Presidente Wilson defendió en 1918 el “derecho de autodeterminación de los pueblos”, sin que le pareciera necesario definir “pueblo”. Pensó que todo el mundo lo tenía claro: se refería a los pueblos colonizados. Su Secretario de Estado, Robert Landing, ya entonces tuvo serias dudas sobre las consecuencias de ese reconocimiento. ¿A qué realidad se estaba refiriendo su Presidente, a una raza, a un territorio, a una comunidad? Temía que la idea fracasara, pero después de “despertar unas esperanzas que jamás podrían llevarse a la práctica” y de cobrarse miles de vidas. No sucedió así. La idea cuajó y las Naciones Unidas proclamaron, en 1966 el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que entró en vigor el año 1976, y fue ratificado por el Estado español en 1977, cuyo artículo 1 dice: “Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación”. Pero las confusiones, tampoco en este caso, son buenas.  Convertir “derechos individuales” en “derechos colectivos”, ha causado muchos problemas en la historia reciente de Europa y eso es lo que hace sospechosos a los nacionalismos. Y, sin embargo, hay la posibilidad de un nacionalismo virtuoso: el que se basa en el derecho de autodeterminación política considerado como derecho individual, sometido a los límites que tienen todos los derechos individuales.

Ahora pienso que este artículo es solo un alegato en favor de un “Diccionario político de conceptos confusos”.

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  • ¿Y qué consecuencias puede tener la autodeterminación de género cuando hablamos menores? La reflexión ética que aportas, querido maestro, debería ser abordada por los psicólogos y pedagogos que-supuestamente- están detrás de las leyes y los curricula. Pero la escuela se desborda ante estas realidades . La vida siempre va por delante y la escuela no responde. Enhorabuena y gracias por ser y estar.

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