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La Nueva Ciencia de la Prevención

La ampliación del concepto de prevención “Más vale prevenir que curar” es una máxima de la sabiduría popular universalmente aceptada. Por su dedicación a los años iniciales de la vida, los pediatras son especialmente sensibles al tema de la prevención. Para comprobarlo, basta consultar el “Manual de actividades preventivas en la infancia y adolescencia” (PREVINFAD, 2011). La educación también ha estado siempre implicada en esas actividades. Por eso, en el sistema educativo español se introdujo una asignatura transversal denominada “Educación para la salud”. Pero en los últimos decenios, el concepto de prevención se ha ampliado. A partir de los 70, se comenzó a hablar de una nueva disciplina –la Ciencia de la Prevención– que integra conocimientos de psicopatología, criminología, epidemiología, ciencias del desarrollo humano y educación (COIE, 1993). No se ocupa sólo de prevenir las enfermedades físicas, sino también las mentales, así como las conductas antisociales. Su metodología es etiológica. Consiste en estudiar los factores de riesgo y los factores de protección. Los factores de riesgo son las variables asociadas con una alta probabilidad de provocar, agravar o prolongar un problema físico o mental. Por el contrario, los factores de protección son los que aumentan la resistencia de un individuo a los factores de riesgo. La ciencia de la prevención se dirige explícitamente a los complejos procesos biomédicos y sociales que influyen en la incidencia y prevalencia de la enfermedad. Es una ciencia práctica porque a partir de esos estudios debe diseñar formas de intervención.

Esta incipiente Ciencia de la prevención amplió sus objetivos con la aparición de la Psicología Positiva. Cuando Martin Seligman fue nombrado presidente de la American Psychological Association (APA), defendió que la Psicología no debía tan sólo estudiar las debilidades, los conflictos y dificultades del ser humano, sino también sus fortalezas y recursos. Propuso que se ampliara el concepto de salud, que dejaría de ser la mera ausencia de enfermedad, para definirse como la experiencia de bienestar (well-being), de flourishing, de la felicidad. Recuperó así la vieja definición de salud expuesta en el preámbulo de la constitución de la OMS en 1946. La nueva Ciencia de la Prevención debía encargarse no solo de prevenir la enfermedad o la desdicha, sino de promover el bienestar. Un cambio parecido se ha dado en otras especialidades médicas. La Geriatría comenzó siendo la parte de la medicina que se ocupa de las enfermedades más frecuentes en los ancianos. Le sucedió la Gerontología, que trataba la ancianidad como un periodo vital, no como un conjunto de enfermedades estadísticamente relevantes. Ahora, estas disciplinas han sido sustituidas por otra –Aging–, que se ocupa del saber envejecer. Creo que es un triunfo del optimista modo americano de enfrentar los problemas, sobre el pesimista enfoque europeo. Me parece bien.

En 1998, la prevención fue el tema de la asamblea anual de la APA. ¿Cómo se pueden prevenir los problemas de la depresión, el abuso de drogas, o la esquizofrenia en los jóvenes que son genéticamente vulnerables o que viven en entornos que facilitan la aparición de esos trastornos? Partían de la consideración de que los mayores progresos en la prevención provienen de una perspectiva centrada en construir sistemáticamente competencias, no en corregir debilidades. “Hemos descubierto –dice Seligman– que hay fortalezas humanas que actúan como frenos contra la enfermedad mental: la valentía, el pensar en el futuro, el optimismo, las habilidades sociales, la perseverancia, la fe, la esperanza, la honestidad, por ejemplo. La gran tarea de la prevención en este siglo será crear una ciencia de las fortalezas humanas cuya misión capaz de comprender y aprender cómo fomentar esas virtudes en la gente joven (Seligman, 2002).

Es evidente que este nuevo concepto de Ciencia de la Prevención sitúa en su centro a la educación como formación del carácter, es decir, como adquisición personal de recursos cognitivos, afectivos ejecutivos y morales necesarios para una vida deseable. Es difícil incluso separar los fines de ambas –prevención y educación– cuando la educación toma como objetivo la formación de las fortalezas personales que van a proteger al sujeto de comportamientos dañinos. En su último libro, Seligman sistematiza el concepto de “bienestar” como gran objetivo de la medicina, de la psicología, de la educación y de las políticas sociales. Su teoría del bienestar consta de cinco elementos: la emoción positiva, la entrega a una actividad, el sentido, las relaciones positivas y los logros (Seligman, 2011).

Esta Nueva Ciencia de la Prevención tiene cierto parecido con la inmunología. De hecho, Seligman reconoce que su interés por ella vino de un comentario del profesor Salk, el inventor de la vacuna contra la poliomielitis, sobre lo importante que sería encontrar una vacuna contra las enfermedades mentales y los problemas del comportamiento. Los programas de prevención positiva intentan fortalecer las defensas de las personas. De hecho, uno de los mas conocidos, elaborado por Donald Meichenbaum se denomina “Inoculación del estrés”(Meichenbaum, 1987).

La educación tiene un esencial protagonismo en la adquisición de esas capacidades, lo que implica –y eso es una gran noticia– que pueden enseñarse y aprenderse. Por ejemplo, la Universidad de Pensilvania ha elaborado un Programa de resiliencia, que reduce y previene de la depresión, la ansiedad y los problemas de comportamiento. También mejora el comportamiento relacionado con la salud, ya que los adultos jóvenes que terminan el programa presentan menos síntomas de enfermedades físicas, menos visitas al médico debidas a enfermedades, siguen una dieta mas saludable y hacen más ejercicio físico (Brunwasser & Guillham, 2008). La capacidad de aprendizaje se mantiene en todas las edades. El ejército estadounidense ha decidido aplicar masivamente estos programas. El razonamiento era que fomentar la resiliencia mejoraría la resistencia de los soldados al estrés, lo que disminuiría el gasto médico necesario para atender a las enfermedades que provoca (Seligman, 2011). Por otra parte, el ejército comprobó que la mayor parte de los suicidios de los soldados destinados en Irak guardan una estrecha relación con el fracaso de una relación de pareja, por lo que encargaron a J.M. Gottman un programa para mejorar esas relaciones (Gottman & Gottman, 2001). Desde el punto de vista científico es importante esta decisión del ejército estadounidense porque permite tener los datos de más de un millón de personas. Todo el mundo sabe la importancia que tuvo una iniciativa parecida en el afianzamiento de los test de inteligencia.

Estos programas iniciados por la Psicología Positiva tienen también influencia en la prevalencia de enfermedades físicas como los trastornos cardiovasculares, la vulnerabilidad a las infecciones (Seligman, 2011).

Un modelo integrador para la Ciencia de la prevención

Hemos visto que el modelo más clásico de la prevención actuaba sobre los factores de riesgo y de protección, mientras que el modelo de la Psicología positiva parece enfatizar los recursos personales. La Psicología positiva procede en gran parte de la psicología cognitiva, que da excesiva importancia al modo de interpretar la realidad. Su lema es una cita de Epicteto: “No nos hace sufrir lo que nos sucede, sino la interpretación que damos a lo que nos sucede”. Esto hace recaer toda la carga sobre el sujeto, cuando, en realidad, en muchas ocasiones lo que hay que procurar no es tanto que el sujeto cambie su interpretación como que se atreva a cambiar la realidad. La psicología cognitiva ha sido acusada de conformismo social y de engañar con las virtudes sanadoras del optimismo (Ehrenreich, 2011).

Necesitamos un modelo integrador. La prevención debe intentar conocer los factores de riesgo para poder desactivarlos, y potenciar los factores de protección, entre los que se encuentran las competencias que la Psicología positiva menciona. Hemos progresado mucho en el conocimiento de los factores de riesgo y de la complejidad de sus relaciones con los desordenes clínicos. Sabemos que su influencia puede  fluctuar a lo largo del desarrollo. Por ejemplo, Bell encuentra que solo el 21 % de los casos estudiados permanecía bajo la influencia de un mismo factor de riesgo a través de todo el periodo de evaluación del Boston Early Education Project (Bell, 1992). Un factor de riesgo como la relación con los pares con conductas problemáticas antisociales solo ocurre en la adolescencia. Por el contrario, una pobre vigilancia parental se relaciona con los desordenes conductuales a lo largo de toda la infancia y adolescencia. La exposición a muchos riesgos tienen efecto acumulativo, y en algunos casos la gravedad aumenta exponencialmente (Rutter, 1980). Los problemas conyugales producen problemas de conducta en los niños y depresión en las mujeres (Markman & Jones-Leonard, 1985). La pobre relación con los pares predice dificultades escolares (Ladd, 1990). Los déficit en la resolución de problemas sociales y la dificultad para comprender las claves sociales producen muchos problemas en la infancia (Asarnow & Callan, 1985). Los factores de riesgo deben ser atendidos antes de que se hayan estabilizado como causas de la disfunción. Por ejemplo, el rechazo de los iguales, la agresividad, y la pobre supervisión parental a los 10 años, predicen conductas antisociales a los 12. Por eso conviene iniciar la intervención a los 10 años, es decir, antes de que la disfunción aparezca (Dishion, y cols., 1991).

La prevención efectiva requiere una coordinada acción sobre cada uno de los factores que interviene en el modelo de riesgo. Los factores de riesgo en los individuos, las familias, escuelas, relaciones con iguales y entornos comunitarios son interdependientes. Para enfrentarse a esos factores hay que elaborar programas preventivos que incluyan la escuela, los padres, las organizaciones comunitarias y los medios de comunicación. Y esto implica colaboración entre los sistemas educativos, el gobierno, el sistema de salud y los servicios sociales. Los estudios epigenéticos corroboran la importancia del entorno en la manifestación de predisposiciones genéticas.

En este artículo voy a centrarme sobre todo en los factores protectores y en especial en los que pueden fomentarse mediante la educación. Cowen señala dos tipos de factores protectores: 1) características individuales, temperamento, destrezas cognitivas y conductuales; y 2) las características del entorno infantil, tales como el soporte social, la calidez parental, una disciplina apropiada, la supervisión adulta, y los lazos afectivos con la familia o con otros modelos prosociales. Por ejemplo, varios proyectos sobre los riesgos de esquizofrenia han mostrado que las cualidades positivas de la familia pueden proporcionar alguna protección (Asarnow, 1988). Se han hecho algunas intervenciones e caces sobre el entorno educativo del niño para aumentar los soportes comunitarios y familiares (Goodman, 1987, Cowen, 1985).

Se va consiguiendo un acuerdo básico entre los investigadores sobre los factores de protección. Silbereisen y Lerner han identificado 40 (veinte internos, educativos; y veinte externos, contextuales, sociales).

Los recursos internos son: 1) logro y motivación en la escuela; 2) participación activa en el aprendizaje escolar; 3) tareas de casa a las que dedica al menos una hora al día; 4) vínculos afectivos con el colegio; 5) leer por el placer de leer; 6) cuidar y ayudar a otras personas; 7) dar importancia a la igualdad y a la justicia social; 8) integridad; 9) honestidad; 10) responsabilidad; 11) autocontrol; 12) planificar y tomar decisiones; 13) competencia interpersonal (empatía, sensibilidad, habilidades para las relaciones sociales); 14) competencia cultural (se siente bien y sabe convivir con personas de otras culturas); 15) habilidades de resistencia (a la presión negativa del grupo); 16) resolución pacífica de los conflictos; 17) poder personal (tiene control de lo que sucede); 18) autoestima alta; 19) sentido de la vida; y 20) visión positiva de su futuro personal.

Los factores sociales, que tienen también gran relevancia educativa, son: 1) apoyo familiar; 2) comunicación familiar positiva; 3) relaciones con otros adultos que dan apoyo; 4) vecindario que cuida; 5) entorno escolar que cuida y ama; 6) padres que participan en la escuela; 7) comunidad que valora a los jóvenes; 8) jóvenes que realizan funciones en la comunidad; 9) servicio a los demás; 10) seguridad; 11) limites familiares (normas, consecuencias y supervisión); 12) límites escolares; 13) límites en el vecindario; 14) adultos que son modelo de comportamiento responsable y positivo; 15) influencia positiva de los amigos; 16) altas expectativas (animarles a hacerlo bien); 17) actividades creativas; 18) programas para jóvenes (deportes, clubs, organizaciones escolares o juveniles); 19) comunidades religiosas; y 20) pasar suficiente tiempo en casa.

Este modelo se ha utilizado para prevenir el consumo abusivo de alcohol en gente joven. Se ha estudiado la relación entre estos recursos y la incidencia de conductas de riesgo mediante encuestas a 150.000 alumnos de Secundaria (6º a 12º grado), en 202 ciudades de EE.UU. En lo referente al consumo de alcohol, tomando como referencia haber bebido tres veces o más en el último mes o haberse emborrachado en las dos últimas semanas, los resultados son: han bebido el45% de los chicos y chicas que tienen entre 0 y 11 recursos (en total, de la lista anterior); el 26% de los que poseen entre 11-20 recursos; el 11% de los que posee 21-30 recursos, y el 3% de chicos y chicas con 31-40 recursos (Silberesein & Lerner, 2007).

Últimamente se está dando gran importancia a los programas para mejorar las funciones ejecutivas, es decir, las que se re eren a la planificación, mantenimiento de las metas, control de la atención y de la impulsividad, porque aumentan las fortalezas personales (Blair & Diamond, 2008, Marina, 2012, Tirapu-Ustárroz, 2012).

Así pues, se han desarrollado numerosos programas especiales para prevenir distintos problemas (Eccles & Gootman, 2003). Pero el gran reto era intentar unificarlos dentro de un programa educativo único y manejable. Eso es lo que he intentado en los programas que con mi he equipo he elaborado para la Universidad de Padres (www.universidaddepadres.es). Ha sido posible porque muchas de esas fortalezas se solapan, complementan o refuerzan. De hecho, en una macroinvestigación intercultural dirigida por Peterson y Seligman se aislaron solo seis virtudes básicas, reconocidas y valoradas universalmente (Peterson & Seligman, 2004). En la UP hemos articulado todo el desarrollo educativo –de los 0 a los 16– en la adquisición paulatina de unas estructuras y hábitos fundamentales:

1.            Una adecuada representación del mundo. Percibimos y sentimos desde las creencias que tenemos acerca de la realidad, de uno mismo y de los demás. Por lo tanto, si esa representación es inadecuada, lo será también el resto de la vida mental.

2.            Habilidades cognitivas. Fomentar la capacidad de aprendizaje, las habilidades intelectuales, la inteligencia generadora de buenas ideas, el dominio de la atención, la capacidad de resolver problemas, la inteligencia crítica.

3.            Educación emocional. Aprendizaje de una actitud vital activa, de la seguridad en sí mismo, desarrollo de la motivación, del optimismo, la resiliencia, y la gestión de los sentimientos difíciles (miedo, ira, envidia, frustración, etc.).

4.            La construcción de la voluntad. Consiste en el desarrollo de las funciones ejecutivas (Marina, 2012), en el aprendizaje de la libertad y la responsabilidad, y en la adquisición de las virtudes de la acción: generosidad, perseverancia, resistencia.

5.            El lenguaje y la comunicación. Damos una gran importancia a la gestión del lenguaje interior como instrumento de la inteligencia ejecutiva para dirigir nuestras operaciones. Y, por supuesto, fomentamos la competencia lingüística en todas sus vertientes.

6.            Sociabilidad. Trata de desarrollar: 1) los sentimientos sociales (altruismo, compasión, solidaridad, respeto); 2) las actitudes prosociales (colaboración, ayuda, trabajo en equipo, participación, voluntariado); y 3) los valores morales y la búsqueda de la justicia.

Creo que este nuevo modo de enfocar la educación nos permite integrar los aspectos principales de la Nueva Ciencia de la Prevención. El fortalecimiento de los recursos intelectuales, afectivos, ejecutivos y morales de los niños les pone en buenas condiciones para enfrentarse a los inevitables conflictos, frustraciones y esfuerzos a que se verán inevitablemente expuestos.

Bibliografía

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