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Espacio de materiales de contrucción donde encontrarás los artículos de prensa de José Antonio Marina.

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La música del Universo

Las cuerdas son una parte importante de las orquestas sinfónicas, salvo para los físicos. A estos les suena a otra cosa: a una explicación de la última textura del universo. Es una hipótesis que lleva muchos años intentando convenirse en ciencia, sin conseguirlo del todo. La física aceptada afirma que el último componente de la materia son partículas, digamos para abreviar «puntos». Los violinistas de la física dicen que son líneas. Cuerdas archiminúsculas –su radio sería, creo, la constante de Planck–, muy tirantes, y que, además, vibran. Cada modo de vibración, cada nota, podríamos decir, corresponde a una partícula fundamental del modelo estandar. Esta teoría tiene una exigencia muy poco intuitiva. Para que funcione necesita admitir un espacio de once dimensiones. A los que nos hemos educado en la geometría de Euclides, que sólo tiene tres, o, incluso, en el mundo de Einstein, donde hay cuatro, al añadirle el tiempo, nos cuesta trabajo admitir que haya infinitas geometrías. Aún recuerdo la fascinación que me produjo cuando era adolescente leer un librito de Einstein, donde decía que el físico debe elegir la geometría que más le convenga. Mi profesor de matemáticas tampoco lo entendía, y presumí mucho con mi cita. Recapitulemos. He localizado cuatro dimensiones, pero la teoría de cuerdas dice que hay once. ¿Dónde están las otras siete? Los violinistas físicos dicen que no tuvieron tiempo de desplegarse, y permanecen plegadas, recurvadas. Se atreven a dibujar seis de ellas, que configurarían lo que llaman un espacio de Calabi-Yau. Maravilloso, maravilloso, maravilloso. Me gustaría visitar un continente con nombre tan exótico y tan africano a la vez.

Las matemáticas ¿proceden de la realidad o, por el contrario, la realidad procede de las matemáticas? Acabo de leer las últimas ocurrencias de los partidarios de las cuerdas. Tropiezan con un obstáculo en su afán de ser la última explicación de lo último. Antes de las cuerdas tiene que existir un espacio-tiempo donde se cimbreen. La teoría que explique la aparición del espacio-tiempo será, por lo tanto, más fundamental que la teoría de cuerdas. Ya ha aparecido. Se llama «teoría de la gravedad cuántica de bucles». Que pena que no se me haya ocurrido a mí tan epatante nombre. Hasta donde la entiendo –que posiblemente no es mucho–dice que el espacio-tiempo puede emerger de las ecuaciones físicas. En el principio fue la matemática. Estoy en mi terreno, la filosofía. Hace medio siglo, John Wheeler, un reputado físico, se preguntó si la sustancia última de la realidad sería un conjunto de proposiciones lógicas. La pregunta no es un disparate. Tras el Big Bang inicial, la materia comenzó a desplegarse obedeciendo las leyes de la Física. El parto de las constelaciones siguió un manual de obstetricia estelar. Estuvo sometido a la ley. ¿O no? Tal vez las leyes se crearan en el parto. Hablando en plata: ¿la materia evolucionó de acuerdo a leyes anteriores a la materia o un modo casual de evolución produjo las leyes? Si las leyes son anteriores a todo, admitimos un mundo platónico de ideas, lo que siempre ha tentado a los matemáticos. Más aún, llegamos a San Agustín, que pensó, con toda razón, que esas ideas –las ecuaciones básicas, diríamos ahora– las tuvo que pensar una inteligencia, es decir, un Dios. Dios no necesitaba enfangarse en crearla materia, sólo tenía que pensar las ecuaciones fundamentales, que, de acuerdo con la teoría de la gravedad cuántica de bucles, darían lugar al espacio-tiempo y a la energía y a la materia y al helado de vainilla, si me apuran. El tiempo es un pañuelo.

«Scientific American» ha seleccionado los investigadores más destacados del 2003. El triunfador es Roderick MacKinnon, por sus estudios sobre la estructura y función de los canales de iones, en especial de los canales de potasio. No haga un mohín de desprecio. Usted puede leer esto gracias a sus canales de potasio. Siento descubrirle que está agujereado por esta fontanería química, pero es a nivel molecular, o sea, que no se nota. Sus neuronas necesitan de esos canales iónicos. Son unos tubitos–hablando en plan pedante son unas proteínas– que permiten el paso de hasta a cien mil iones por segundo, lo que pone en marcha todo el tráfico neuronal que nos mantiene vivos. La neurología vive en perpetuo sobresalto. Cuando consigue abrir una puerta, se tropieza con otra puerta cerrada. Al principio se pensó que el sistema nervioso era una red eléctrica sin fisuras. Las neuronas estarían unidas como la red de su casa, por contacto. Si un cable se rompe, la electricidad no pasa. No tardó en descubrirse que las neuronas no se conectaban, que estaban separadas por un «espacio intersináptico», y que ese espacio lo salvaban unas sustancias llamadas «neurotransmisores». La física de la electricidad llamaba en su auxilio a la química de los neurotransmisores. ¡Qué complicación!

Pero no era suficiente. ¿Cómo podía un neurotransmisor volver a generar un impulso nervio-so? Aparecieron en el escenario, bajo los focos, los canales iónicos. A mí, esto me parece desesperadamente fascinante. ¿Y a usted?

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