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Materiales de construcción de José Antonio Marina

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La Motivación

“Motivación” es un “constructo conceptual” que explica el inicio, la dirección y el mantenimiento de la acción (Reeve, 1994). Prefiero hablar de “fuerza de motivación” para subrayar su esencial dinamismo. Es un tema que por distintas razones interesa a todo el mundo, psicólogos, políticos, sacerdotes, empresarios, publicistas. Es el que más preocupa a los educadores (Dubet, 2002). Y por supuesto importa también a los médicos, que tienen con frecuencia que convencer a sus pacientes para que sigan conductas de prevención o los tratamientos adecuados (Mayor y Tortosa, 1995). Ahora, la motivación está de moda, por lo que resulta extraño que a finales de los 80 los editores de la serie Nebraska Symposium on Motivation, que es la biblia de la motivación, llegaran a pensar en prescindir de ese concepto, por la dificultad que entraña su definición. Pero en la edición de 1990 indicaron que volvían a aceptarlo en el circuito científico (Dienstbier, 1990). Una de las razones del descrédito en que cayó ese concepto fue la predominancia que tenía en ese momento la psicología conductista, que explicaba la conducta por la influencia de reforzadores (premios y castigos), y no necesitaba un “constructo íntimo” para explicar el comportamiento. La aparición de la “psicología cognitiva”, que tenía en cuenta la participación de los conocimientos y creencias en la conducta, y posteriormente el triunfo de la “inteligencia emocional” forzaron a ampliar el marco conductista. Es ese modelo complejo el que utilizo en los programas educativos de la Universidad de Padres (Marina, 2011) .

La “fuerza de motivación” proporciona la energía y la dirección al comportamiento. Se compone de tres factores: deseos, incentivos y elementos facilitadores. Los deseos son un componente subjetivo: la conciencia de una necesidad o la anticipación de un premio. El hambre, la sed, el impulso sexual, son deseos fisiológicos, que impulsan a la acción. El incentivo es el premio que se espera alcanzar, el objetivo, y también el estímulo que activa el deseo. Puedo beber porque tengo sed, o porque me han ofrecido una atractiva cerveza. Los estímulos sexuales pueden despertar el deseo o, al revés, el deseo buscar objetos sexuales. Los elementos facilitadores son aquellos que favorecen o simplifican la realización de una acción: el hábito, los costes de la acción, la dificultad, la esperanza de conseguir el objetivo, etc. (Marina, 1997). Así pues, la ecuación fundamental de la motivación es:

Fuerza motivadora= deseos + incentivos + facilitadores

Conviene mantenerla en la memoria, porque cuando queramos motivar a alguien o a nosotros mismos a realizar una acción, tendremos que intervenir sobre alguno de estos tres factores. Por ejemplo, puedo despertar el deseo de hacer algo variando el entorno. Si pongo unos aperitivos salados, estimularé el deseo de beber. Si suministro un diurético aumentaré el deseo de orinar. Puedo aumentar la fuerza de motivación haciendo más atractivo el incentivo. Es lo que intenta la publicidad. Y también haciendo más fácil la consecución del objetivo, por ejemplo mediante el entrenamiento.

Salvo en los casos de depresión o apatía, que son o rozan lo patológico, siempre estamos motivados para algo, aunque sea para estar tumbado en un sillón sin hacer nada. Tenemos que actuar, queramos o no queramos. Al educar, lo que tratamos es que un niño cambie sus motivaciones por las que a los adultos nos parecen deseables. Al niño le gusta jugar, no estudiar. Quiere correr, no estar sentado en el aula. Le horroriza tener que abandonar lo que está haciendo para ordenar su habitación. En una palabra: son iguales que nosotros, los adultos, que muchas veces olvidamos nuestras dificultades y nuestras limitaciones cuando juzgamos la conducta de un niño. En resumen, el problema práctico de la motivación es conseguir que alguien acepte como propios los motivos y las acciones resultantes que nos parecen más convenientes para él (o para nosotros). Es, pues, una transformación de motivos. No podemos inventar deseos nuevos, sino sólo introducir nuevos objetivos en las necesidades y expectativas fundamentales que el sujeto ya tiene. Se trata, pues, de una doble acción: 1) activar el sistema básico de deseos, lo que es importante en niños o adultos desanimados, pasivos, o deprimidos; y 2) en caso necesario, transferir la fuerza motivacional de un objetivo a otro. ¿Cómo podemos hacerlo?
Para poder sobrevivir en un mundo que desconocen, los niños nacen con un triple sistema de orientación: sistemas neuronales de premio y castigo, deseos básicos y emociones. Los sistemas de recompensa y castigo están muy bien estudiados, y se basan en la percepción del dolor y del placer (Rolls, 2005). Respecto a los deseos básicos, podemos agruparlos en tres grandes necesidades: bienestar (ausencia de dolor, placer, seguridad, satisfacción de necesidades fisiológicas, etc.), vinculación afectiva (necesidad de apego, sociabilidad, reconocimiento, amor, etc.) y ampliación de posibilidades (poder, sentimiento de progreso, autonomía, eficacia, etc.). Estos últimos deseos son una exclusiva humana y debemos tenerlos muy en cuenta en la educación (Pink, 2010). Por último, las emociones despiertan motivaciones nuevas: el miedo, la huida; la furia, el ataque; la ternura, la caricia, etc. (Marina, 2007). Siempre que queremos que alguien –o nosotros mismos– esté dispuesto a realizar una acción –por ejemplo, seguir una dieta de adelgazamiento o hacer ejercicio o dejar de fumar– tenemos que enlazar ese proyecto con alguno de nuestros deseos básicos, utilizar el sistema de recompensas y sanciones, o movilizar alguna emoción que nos conmueva. Así pues, ya podemos contestar a la pregunta que nos hacíamos al terminar el párrafo anterior. Para aumentar la fuerza de motivación hemos de actuar sobre los deseos, incentivos y facilitadores de la acción, y para introducir un nuevo objetivo debemos enlazar con las motivaciones ya presentes en el sujeto. Esta idea constructivista de la motivación ha estado olvidada, cosa que me resulta incomprensible cuando las teorías de aprendizaje conceptual insisten en el hecho de que sólo aprendemos un concepto nuevo a partir de los que ya poseemos.

La pedagogía de la motivación debe enseñarnos a alcanzar en cada caso concreto esos objetivos (activar y transferir). Las herramientas que tenemos para hacerlo ya se las expliqué en una entrega anterior. Son las incluidas en el “Kit de herramientas pedagógicas básicas”: el premio, la sanción, el ejemplo, el cambio de creencias y sentimientos, el razonamiento, la selección de información que el niño recibe y la repetición. Cada uno de esos instrumentos educativos debe aplicarse de manera diferente en cada caso y por regla general es preciso utilizar más de uno. Toda motivación está sobredeterminada.

Durante la infancia, hasta los diez años, resultan muy eficaces los sistemas de reforzamiento conductual; es decir los que se basan en las consecuencias de los actos, en el premio y el castigo. Ellos determinan la probabilidad de que se repita o no la acción. Siguen la vieja ley de Thorndike: todos tendemos a repetir las conductas que resultan premiadas y a evitar las que resultan castigadas. Este es el modelo conductista clásico (Skinner, 1970). Para aplicarle, hay que determinar bien qué conducta se quiere inducir o cambiar, y establecer el sistema de reforzadores positivos o negativos, teniendo en cuenta que el premio es más eficaz para promover acciones, y que las sanciones sólo inhiben y pueden, además, producir fenómenos de rechazo. Sin embargo, es imposible no introducir ningún tipo de sanción. La competencia educativa –la que debemos desarrollar todos los que tenemos funciones educativas– consiste en saber cómo usar los premios y sanciones en cada momento, qué recompensas y qué castigos. Por ejemplo, los premios no tienen por qué ser materiales. El niño siente como premio el elogio, la atención y el tiempo que le dedican los padres, su sentimiento de progreso, el disfrute que le puede producir la propia actividad, sobre todo si la comparte con otra persona. En estas edades puede resultar muy útil elaborar un “programa de recompensas”, por ejemplo mediante puntos o fi chas, explicándoselo al niño, a partir de los tres años, porque eso le proporciona un incentivo externo –el premio–, pero también un incentivo interno: se siente eficaz, puede controlar su conducta y es consciente de que progresa, que es una experiencia fundamental para él. No olviden que todos los niños del mundo a esa edad dicen una frase maravillosa y reveladora: “Mamá, mira lo que hago” (Shiller, 2003).

¿Cómo hay que premiar?

  1. Inmediatamente después de la acción, explicando al niño con claridad la conducta que deseamos de él.
  2. Manteniendo una coherencia para que no reforcemos actos contradictorios (por ejemplo, reímos un día el comportamiento que queremos evitar otro, o lo que la mamá prohíbe el papá admite).
  3. Perseverancia, porque se trata de ir formando un hábito.
  4. Elegir aquellos premios que se basen en los deseos educativamente más interesantes (la vinculación social y el afán de progresar).

¿Cuándo debemos castigar? Ya he dicho que para hacer más probable una conducta es mejor utilizar el premio, pero la sanción es aconsejable en algunas situaciones particulares como las siguientes:

  1. Cuando el problema de conducta que queremos sucede tan a menudo que apenas existe una buena conducta alternativa para recompensar. Por ejemplo, “Antonio siempre se está peleando con los demás y sólo sabe jugar a pelearse”.
  2. Cuando la conducta del niño pone en peligro la seguridad del propio niño o de los demás. Por ejemplo: “Andrés se empeña en meter los dedos en los enchufes” o “Ana quiere coger a toda costa la sartén que está llena de aceite hirviendo”.
  3. Cuando las recompensas que acompañan a la conducta problema del niño son más fuertes que las que se emplean para hacer que esta conducta sea sustituida por otra conducta más adecuada. Por ejemplo: “Elena le quita los dulces a su hermano pequeño” (Carrobles y Pérez-Pareja, 2003).

Hay algunas recomendaciones prácticas: el castigo para ser eficaz tiene que aplicarse inmediatamente, siempre que utilicemos el castigo debemos dar al niño la oportunidad de realizar la conducta correcta, no se debe recompensar nunca la conducta que se castiga, nunca se debe castigar a un niño privándole o reduciéndole sus beneficios y recompensas que haya podido adquirir anteriormente por su buena conducta. Y hay que ser perseverantes.

Las técnicas conductistas tienen sus limitaciones. La primera de ellas es que, al actuar mediante las consecuencias, hay que esperar que al niño se le ocurra algún acto que vaya en la dirección querida, lo cual puede no ocurrir. Afortunadamente, viene en nuestra ayuda la capacidad de imitación que tiene el niño, que permite a los educadores utilizar al ejemplo, los modelos, las instrucciones. Nacen con unas predisposiciones claras para aprender ciertas cosas, por ejemplo el lenguaje. No esperan a que un ruido sea premiado, sino que hacen ruidos e imitan espontáneamente. La capacidad que tiene el niño de copiar comportamientos es una colosal herramienta educativa (buena o mala). Los niños copian a sus padres, pero también a los programas de televisión, a sus amigos, por lo que es importante seleccionar las experiencias que va a tener –mientras se pueda (Bandura, 1977). La pedagogía americana da mucha importancia a este tema y, por ejemplo, en las escuelas se insiste mucho en proporcionar ejemplos de conducta adecuados, por ejemplo, celebrar a los personajes relevantes para la sociedad, o recomendar que cada clase elija sus héroes. Es un modo de llamar la atención sobre la excelencia, recuperando la tradición secular de las “vidas ejemplares”.

La segunda limitación del conductismo es que no tenía en cuenta lo que sucedía en la intimidad del sujeto. Pero los niños nacen con sus propensiones temperamentales, y en su comportamiento influyen su modo de interpretar la experiencia, sus creencias y estilos afectivos. Las motivaciones de una persona son el resultado de un laborioso trabajo inconsciente. La psicología cognitiva descubrió que intervienen un conjunto de creencias y un estilo emocional. Es fácil comprobar que las creencias influyen en las motivaciones. En la mayoría de las culturas africanas, la mujer desearía estar gorda, porque eso es síntoma de salud y de riqueza. Las occidentales “creen” en otro modelo de belleza que las obliga a continuos sacrificios. Hasta hace muy poco tiempo, las mujeres deseaban estar pálidas, porque sólo estaban morenas las campesinas. Las creencias (modelos, prototipos, guiones) han cambiado y con ellas los deseos y motivaciones. Cuidar, por lo tanto, las creencias que el niño va aceptando es un modo de educar su motivación (Ellis, 2003).

El estilo afectivo del niño influye también. Necesitamos comprender sus emociones para descubrir sus conductas. Por ejemplo, un niño puede no estudiar para proteger su propia imagen. Si tiene miedo a fracasar, prefiere fracasar por propia voluntad (no estudiando) que arriesgarse a hacerlo por incapacidad (no soy inteligente) (Monteil, 2002). Hay tres estilos afectivos que interfieren mucho en los estudios: la ansiedad, la autodevaluación y la intolerancia a las frustraciones. Afortunadamente, disponemos de buenos métodos para poder ayudar al niño en estas situaciones que bloquean su motivación escolar (Pleux, 2008).

Los educadores necesitamos ser capaces de despertar emociones en el niño, ayudarles a descubrir las cosas valiosas, contagiarles nuestros entusiasmos. En la UP animamos a los padres a que hablen a sus hijos de las cosas de sus aficiones, de las lecturas que les están apasionando, de sus sueños, que les ayuden a vivir en un mundo interesante. Todos los docentes sabemos hasta qué punto es importante que los alumnos perciban nuestra pasión por lo que enseñamos. No hace mucho tiempo asistí a una reunión de antiguos compañeros de colegio, que no nos veíamos desde hacía más de 30 años. Entre ellos, había un número estadísticamente altísimo de personas que habían estudiado carreras que tenían que ver con las matemáticas. Al hablar sobre ello llegamos a la conclusión de que se debía a la influencia de nuestro profesor de matemáticas, que hablaba con pasión del frío lenguaje de los números.

Volviendo a la “fuerza de motivación”, la Nueva Ciencia Educativa que estamos intentando construir tiene que integran los conocimientos que las neurociencias nos proporcionan. La motivación es el resultado de un gran trabajo de síntesis de nuestro cerebro, cuyos ingredientes he esbozado. Ese trabajo es inconsciente, por lo que la educación se revela, en una primera aproximación, como educación del inconsciente, en un sentido que nada tiene que ver con Freud (Hassin, Uleman, Bargh, 2005).

Las teorías aceptadas de la motivación tienen un grave defecto que hemos intentado resolver en los programas de la UNIVERSIDAD DE PADRES. Durante mucho tiempo, se ha considerado que si no se estaba “motivado”, es decir, si no se tenían ganas de hacer algo, no podía hacerse. Lo importante era disfrutar con la tarea, dejarse llevar por el flujo de la acción, por las motivaciones intrínsecas. Sin duda, esto es el ideal. Pero todos sabemos que hay muchas actividades que tenemos que hacer aunque no tengamos ganas de hacerlas, porque son nuestro deber. La motivación por el deber se ha olvidado en nuestras escuelas, por un optimismo absurdo que buscaba una satisfacción permanente. Eso olvidaba otro tipo de motivación, de excepcional importancia en la motivación tal como se estudia piensa que hay que hacer las cosas “con ganas”, disfrutando con ella y eso no se corresponde con la realidad. Hay cosas que tenemos que hacer sin ganas, por ejemplo, porque es nuestro deber. Creemos que el haber descuidado este tipo de motivación ha provocado muchos desastres educativos porque estaba promoviendo una visión hedonista de la realidad, que hacía al alumno incapaz de soportar el esfuerzo o de aplazar la recompensa (González Torres, 1997). Para evitarlo, recomendamos a los padres que introduzcan muy pronto la palabra “deber” en el vocabulario de los niños –nunca después de los cinco años–, explicándole que todos tenemos nuestros deberes, y que muchas veces no nos gusta hacerlo. A esa edad, el niño ya sabe ponerse en el lugar de los demás y comprende estas explicaciones.

Hasta este momento hemos hablado de la motivación inicial, es decir, de la que impulsa a realizar una acción. Pero igualmente importante es estudiar la motivación para mantenerla, la perseverancia. Todos sabemos que es relativamente fácil comenzar una dieta de adelgazamiento, e igualmente todos sabemos lo difícil que es continuarla. Trataremos este asunto en una próxima entrega.

Bibliografía
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Carrobles JA. Escuela de padres. Madrid: Pirámide; 2003.
Dienstbier R. Nebraska Symposium on Motivation. University of Ne¬braska Press, Lincoln; 1990.
Dubet F. Le déclin de l’institution. París: Seuil; 2 00 2.
Ellis A. Razón y emoción en psicoterapia. Bilbao: Desclée de Brouwer; 2003.
González Torres MC. La motivación académica. Pamplona: EUNSA; 1997.
Hassin RR, Uleman JS, Bargh JA. The New Unconscious. Nueva York: Oxford University Press; 2005.
Marina JA. El misterio de la voluntad perdida. Barcelona: Anagrama; 1997.
Marina JA. Aprender a vivir. Barcelona: Ariel; 2004.
Marina JA. Las arquitecturas del deseo. Barcelona: Anagrama; 2007.
Marina JA. Los secretos de la motivación. Barcelona: Ariel; 2011.
Mayor L, Tortosa F. Ámbitos de aplicación de la psicología motivacional. Bilbao: Desclée de Brouwer; 1995.
Monteil & Huguet. Réussir à l’ecole, une question de contexte. PUG; 2002.
Pink DH. La sorprendente verdad sobre qué nos motiva. Barcelona: Gestion 2000; 2010.
Pleux D. Peut mieux faire. París: Odile Jacob; 2008.
Rolls ET. Emotion explained. Nueva York: Oxford University Press; 2005.
Shiller VM. Reward for kids. Washington: American Psychological Association; 2003.
Skinner BF. Ciencia y conducta humana. Barcelona: Fontanella; 1970.
Reeve J. Motivación y emoción. Madrid: McGraw Hill; 1994.

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