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¿Tiene razón Albert Rivera? ¿La experiencia no vale para nada?

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Albert Rivera dijo que las personas de más de 35 años no estaban capacitadas para llevar a cabo la regeneración democrática. El asunto es interesante y oportuno

 

Hace algunos días, Albert Rivera dijo que las personas de más de 35 años no estaban capacitadas para llevar a cabo la regeneración democrática. Supongo que pensaría muy evangélicamente que “no se puede echar vino nuevo en odres viejos”. El asunto me parece interesante y oportuno. Hemos pasado de un elogio de la experiencia a un elogio de la inmadurez y esto, como todo lo que sucede, tiene su razón de ser. Durante milenios se ha pensado que la sabiduría se adquiría con la edad, porque dependía de la experiencia. Pero es obvio que también los vicios se adquieren con el tiempo y que, por lo tanto, la experiencia puede ser la perseverancia en el error, y la madre del escepticismo o de la marrullería. La experiencia de la vida nos hace, pues, más sabios o más miserables. ¿Debemos, entonces, confiar en los perros viejos o en los novicios puros? Remontándome pedantemente a la Revolución francesa, ¿debemos confiar en Mirabeau o en Saint-Just?

Los filósofos antiguos distinguían entre la ciencia y la prudencia. Aquella se movía en verdades universales, mientras que esta se encargaba de aplicar esas verdades a los casos particulares, para lo cual necesitaban conocer muchas situaciones, muchos casos, realizar muchos tanteos y comprobaciones. Es más fácil ser un fisiólogo que un clínico, y más fácil ser un licenciado en empresariales que un empresario. La capacidad teórica parece ser cosa de juventud. Se dice que los grandes matemáticos –Galois, Pascal, Hamilton, Gauss– alcanzaron su nivel más alto antes de los 30, y dos genios de la Física como Dirac y Einstein consideraban que a los 30 un físico estaba acabado. En torno a un 30% de los ganadores del premio Nobel de Física en el primer tercio del siglo pasado –una época brillantísima para esta ciencia– habían realizado su gran contribución con menos de esa edad, y alrededor de un 75% lo habían hecho antes de los 40 años.

Una idea nueva sólo se impone cuando desaparece la generación coetánea y aparece una nueva generación ya educada en esa idea

Pero parece que los asuntos humanos dependen más de la experiencia, que exige mucho tiempo. Eso sucede en la clínica, la pedagogía, el gobierno, o la gestión. Es necesario el conocimiento extraído de muchos casos, de muchas acciones, de muchas situaciones diferentes, de muchos éxitos y fracasos. Pero la experiencia puede ser a la vez necesaria y limitadora. Todos tendemos a establecer hábitos, rutinas, marcos de interpretación que se vuelven rígidos y que pueden acabar admitiendo sólo aquellas experiencias que corroboran los propios prejuicios. Carecen entonces de flexibilidad, de sentido crítico, de capacidad para comprender las novedades. Cuando Alan Greenspan, expresidente de la Reserva Federal estadounidense, considerado durante años el hombre que mejor comprendía los mercados, afirmó tras la crisis bancaria de 2008 “no entiendo lo que ha sucedido”, dio un ejemplo de “vejez de las categorías”. Lo que sabía de economía no servía para el nuevo escenario económico. Max Planck, para mí el físico más genial del siglo XX, escribe en su autobiografía: “Una idea nueva sólo se impone cuando desaparece la generación coetánea y aparece una nueva generación ya educada en esa idea”.

La clave está en el aprendizaje
Parece, pues, que nos movemos en una paradoja sin salida. Un político necesita la experiencia, pero la experiencia puede incapacitarle. La solución está en que sea capaz de seguir aprendiendo siempre y de ejercer el pensamiento crítico sobre sus hábitos mentales. Y aquí vuelve a surgir la dificultad. Los gobernantes no aprenden de la experiencia. En su libro The White House Years, Henry Kissinger, sin duda con conocimiento de causa, afirma que los políticos desde que llegan al gobierno no son capaces de aprender nada que vaya contra sus convicciones: «Estas son el capital intelectual que consumirán durante su mandato”. Tal vez Roosevelt fue un caso especial porque no estaba seguro de casi nada y le parecía importante estar dispuesto a probar cualquier cosa.

Someter las propias convicciones a la crítica también resulta difícil para el gobernante, que suele estar sometido a un triple espejismo: la omnipotencia, la omnisciencia y la autosuficiencia. Toda la gente de su entorno se confabula para darle esa opinión. Así las cosas, deberíamos valorar en un político su capacidad de aprender y de someter a crítica sus opiniones y actos. Sobre estos temas hablé con más detenimiento en La inteligencia fracasada y en Anatomía del poder, y a esos libros me remito.

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