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Los idiotas sabios

José Antonio Marina rompe en este artículo con la máxima kantiana de que el científico no debe hablar de sí mismo. Autodefinido como “un claro ejemplo de la tragicomedia protagonizada por la cultura occidental”, el filósofo reflexiona sobre la religión, la ciencia y las emociones en la actualidad.

 

Kant tenía un lema que todos los científicos deberíamos seguir: «De nobis ipsis silemus» . No debemos hablar sobre nosotros mismos. Hoy no lo voy a seguir. Voy a hablar de mí, porque soy un claro ejemplo de la tragicomedia protagonizada por la cultura occidental. Mi situación intelectual es privilegiada: me pagan para que investigue lo que quiera. Lo malo es que me interesa todo. Y lo peor es que creo que si parcelamos el saber nos convertimos en unos «idiotas sabios». Con este nombre se designa a las personas cuyo nivel intelectual es muy bajo, pero que tienen unas habilidades especiales misteriosas. Por ejemplo, pueden decir qué día de la semana fue cualquier fecha que les digamos. Si es usted tan curioso como yo, debe leer el libro de Michael Howe Fragmentos de Genio (Alianza). Metafóricamente, la ciencia actual, con su inevitable especialización, tiende a producir idiotas sabios.

¿Pero cual es la alternativa? Aquí entra la tragicomedia que protagonizo. Les voy a contar una semana de mi vida intelectual. El sábado participé en un curso de antropología religiosa. El título de mi conferencia era: «De la experiencia religiosa al concepto de Dios». Como persona, me interesa este asunto. No soy el único. Fernández Rañada ha escrito un libro Los científicos y Dios que trata la cuestión con conocimiento y perspicacia. En la antropología me muevo bastante bien, pero veo que la revista `Time’ titula en portada ‘The God gene’, y subtitula: “¿Nos impulsa nuestro DNA a buscar un poder más alto? Algunos científicos dicen: Sí”. Antes de pronunciar mi conferencia, debo saber lo que dicen esos científicos. El artículo se refiere al libro The God Gene, escrito por Dean Hamer, un genetista del National Cancer Institute, de Estados Unidos. Afirma que nueve genes que determinan la producción de monoaminas –neurotransmisores muy importantes, como la serotonia, la norepinefrina o la dopamina– determinan la aptitud para las experiencias espirituales.

Confieso que cuando alguien dice que ha descubierto el gen que determina una conducta, digo «no». Pero reconozco que en los seres humanos hay tendencias que sólo pueden explicarse genéticamente. Todas las sociedades han producido música, pinturas y religiones. Embargado por estas preocupaciones, leo un artículo de John Mattick, el primer científico que ha producido una vacuna por ingeniería genética. Explica algo muy sencillo: «Para crear objetos complejos, sean casas o caballos, precisamos dos clases de instrucciones: una atañe a los componentes, y, la otra, al sistema que guía su ensamblaje». En biología, ambos tipos de información están codificados en un mismo programa, a saber, el ADN. Pero, ¿de dónde sale esa información reguladora? No podía detenerme en este asunto, porque el lunes participaba en la Semana Marañón para hablar sobre Tiberio y el resentimiento. He estudiado durante mucho tiempo el mundo emocional, que emerge de la fisiología y se modula mediante la cultura. Pero lo que me interesaba defender es que sólo comprendernos la historia si consideramos que los acontecimientos tienen un origen afectivo. Frente a una historia política o económica, defiendo una historia sentimental. De mi interés personal en la religión, he pasado a mi interés profesional en el estudio de los sentimientos. Pero no paraba ahí la cosa en esta semana cómica. El jueves me había comprometido a escribir un artículo explicando mi voto a la Constitución Europea. Como ciudadano tengo que decidir responsablemente lo que voy a votar. Esto me obligó a leer la Constitución, y a revisar las posturas en pro y en contra.

Espero que comprendan mi problema. Como persona me interesa la religión, pero eso me lleva a la genética. Como psicólogo me interesan los sentimientos y su influencia en la conducta humana, individual y social. Como ciudadano tengo que tomar decisiones responsables sobre muchos y variados problemas. ¿De dónde saco tiempo? La tentación es encomendarme a cualquier iglesia –religiosa, científica o política–cuyos doctores me dirán lo que hay que pensar. Pero no acepto esa claudicación de mí mismo, y ando de cabeza. Para colmo de males, mi otro yo –el de educador– ha leído un artículo sobre el autismo. Según el equipo de Carlos Pardo (Johns Hopkins University School of Medicine) consiste en una inflamación cerebral producida por un mal funcionamiento del sistema inmunitario. Si fuera verdad, podríamos tratarlo. De nuevo se mezclan todas las cosas. Recuerdo al gran especialista español en autismo, Angel Riviére, gran psicólogo y educador, pero el autismo me remite a la fisiología, y esta a la genética. ¿Dónde me paro? De nuevo resurge con fuerza la tentación de la especialidad. Debo encomendarme al dictamen de los archiespecialistas. Pero ¿cómo podré saber si son idiotas sabios? No podemos vivir sin especialización, y no podemos vivir entregados a la especialización. En fin, en este año conmemorativo del Quijote, me siento tan cómico como él, luchando contra molinos gigantes. No pienso seguir así ni un minuto más. Me voy a estudiar, a ver si me aclaro. Prohibido reírse.

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