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Las olas de la desolación

El 1 de noviembre de 1755, un tsunami, provocado por un terremoto, destruyó Lisboa. Conmovido por la catástrofe, Voltaire se encrespó contra Leibniz que, medio siglo antes, en su “teodicea”, afirmó que Dios había creado el más perfecto de los mundos posibles. ¿No hubiera sido más perfecto un mundo en que ese maremoto no hubiera sucedido?, arguyó Voltaire. Aparece aquí una paradoja. Sólo si se admite un Dios justo, el dolor humano puede parecernos injusto. En ausencia de Dios, se convierte en un acontecimiento natural, irrelevante en el infinito acontecer del Universo. Sin duda, la catástrofe de Indonesia nos estremece por su horror. La ciencia no puede dar un sentido al sufrimiento humano. Sólo puede estudiar las causas y empeñarse en reducirlo. Comprender la génesis de los terremotos y la del oleaje, no nos ayuda a dar un significado a la realidad. Es el límite de la inteligibilidad científica, que a muchos científicos les cuesta respetar, porque también ellos andan a la búsqueda del sentido. Como todos.
Estoy leyendo la biografia de Heisenberg escrita por Antonio Fernández Rañada, catedrático de Electromagnetismo de la Universidad Complutense, un científico preocupado por comprender y explicar la actividad científica. En un artículo escribía: “Debemos transmitir la magia de la ciencia”, una expresión que sólo puede decirla quien tiene una concepción estética del saber. La biografía de Heisenberg es un libro de física escrito por un humanista, del mismo modo que otro libro de Rañada, Los científicos y Dios, es un libro humanista escrito por un físico. Esta dualidad de intereses le viene de lejos. Recién llegados a la Universidad, Fernández Rañada, Alvaro Pombo y yo, compañeros de Colegio Mayor, concebimos la megalómana idea de escribir un comentario a la Física de Aristóteles, desde la ciencia y desde la filosofía. Fracasamos, pero sin desalentarnos. Cada cual se dedicó a sus proyectos. Fernández Rañada, entre otras cosas, a investigar sobre las “bolas de fuego” (ball lighting), un fenómeno paradójico de poético nombre, y a escribir sobre Dios.
Paul Davies, especialista en agujeros negros, también ha escrito sobre Dios. Ganó el Premio Templeton  para el progreso religioso, dotado con un millón de dólares, por lo que es sin duda el personaje que ha ganado más dinero escribiendo sobre la divinidad. Acabo de leer un artículo suyo sobre la relación entre la teoría cuántica y la biología. “Para un físico como yo -escribe- la vida resulta asombrosa. ¿Cómo se arreglan átomos estúpidos para hacer una cosa tan inteligente? Normalmente, los físicos piensan la materia como un conjunto de partículas inertes unidas unas a otras, por lo que la elaborada organización de una célula viva les parece un auténtico milagro. Es evidente que los organismos vivos representan un estado de la materia absolutamene distinto”. Las células vivas pueden considerarse un conjunto de “nanomáquinas” diseñadas y refinadas por la evolución. Lo  importante es saber si las asombrosas propiedades que han conseguido derivan de sus “recursos cuánticos”. En principio, dice Davies, la mecánica cuántica parece poco prometedora para fundamentar la vida, porque está  regida por el principio de indeterminación del inevitable Heisenberg, mientras que la vida exige precisión y ajuste perfecto. Está claro que las células deben trabajar en el marco de las leyes físicas cuánticas, pero lo que interesa a Davies es si además de esta función restrictiva, la mecánica cuántica puede tener algún papel positivo en la evolución. Apoorva Patel (Indian Institute of Science, Bangalore) sostiene que las células vivas pueden usar la mecánica cuántica para mejorar su eficiencia en el procesamiento de información, lo que permitiría explicar la universalidad del código genético. Hace casi medio siglo, Herbert Frohlich sugirió que las membranas biológicas pueden actuar como si fueran un condensado de Bose, ese extraño estado en que las partículas se unen para formar una superpartícula con propiedades insospechadas.
Hace unos años saltó a la fama la “inteligencia emocional”. Este concepto merece un estudio de sociología de las ideas, porque ha penetrado en múltiples campos de la vida cotidiana, pero no en la literatura académica. Más de 150.000 páginas web hablan de ella, pero sólo unas 300 pertenecen a instituciones universitarias. Gerald Matthews concluye que es un concepto más mitológico que científico. Acabo de recibir el libro Measuring emotional Intelligence, dirigido por Glenn Geher, que pretende evaluar el valor científico del concepto. Conclusión: es un concepto mal definido, pero que tiene la suficiente consistencia para seguir investigando sobre él. Para mí, es una clara prueba de la necesidad de redefinir la idea de inteligencia. El enfoque estrictamente cognitivo resulta inservible, por eso aparecen otros diferentes: inteligencia práctica, inteligencias múltiples, inteligencia emocional, successful intelligence.
Espero que ante la tragedia provocada por el terremoto de Sumatra, se despierte nuestra inteligencia emocional, y que las olas de la desolación vayan seguidas de un poderoso oleaje de generosidad.

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