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La recuperación de la voluntad

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Acaba de publicarse en castellano ‘El test de la golosina’, de Walter Mischel, un famoso psicólogo que fue uno de los primeros interesados en reivindicar la importancia de la voluntad

En 1997 publiqué El misterio de la voluntad perdida, donde analizaba una de las peripecias más curiosas de la psicología moderna: la desaparición del concepto de voluntad. El término había adquirido connotaciones moralistas o dictatoriales. La película que hizo Leni Riefenstahl sobre el congreso del partido nazi en Múnich se titulaba El triunfo de la voluntad. La voluntad se había travestido en “voluntad de poder”. El caso es que la noción que había servido para explicar la conducta humana durante más de dos mil años se desvaneció sin que nadie protestara, y fue sustituida por otra que aparentemente significaba lo mismo, pero que pertenecía a un sistema de ideas diferente: la motivación.
Puesto que “motivación” significa en términos vulgares “tener ganas de hacer algo”, ese cambio supuso la introducción en el mundo educativo de un principio falso y por ello muy peligroso: “No se puede hacer una cosa si no se tienen ganas de hacerla, es decir, si no se está motivado”. En consecuencia, como las ganas no dependen de mí, mi conducta tampoco. En ese momento comenzó la angustia por motivar o por ser motivado. Mientras que la voluntad funda la libertad personal, la motivación la diluye. Hay, de hecho, una gigantesca industria de la motivación, que va desde el adoctrinamiento a la publicidad, cuyo objetivo es despertar en la gente las ganas de hacer algo, es decir, dirigir su conducta.

En aquel lejano libro auguré que antes o después tendríamos que recuperar la voluntad. Ese momento ha llegado, y es importante que la sociedad y la escuela se enteren. La idea ha retornado, es verdad, con algunos cambios. Antes se consideraba que la voluntad era una facultad innata. Ahora sabemos que son varias capacidades aprendidas. Son las que denominamos funciones ejecutivas. Es para mí una enorme satisfacción dirigir la primera cátedra sobre este tema que hay en la Universidad española, «Inteligencia ejecutiva y educación», en la Universidad Nebrija de Madrid. Al no tratarse de una facultad innata, es preciso adquirirla mediante el necesario aprendizaje, cosa que se ha descuidado durante los últimos decenios por la confusión psicológica que he mencionado.

Hablo hoy de este tema, porque acaba de publicarse en castellano El test de la golosina, de Walter Mischel, un famoso psicólogo, ahora en la Universidad de Columbia, que fue uno de los primeros interesados en reivindicar la importancia de la voluntad. El título hace referencia a un famoso test que elaboró para conocer la capacidad de autocontrol –de rechazar las tentaciones– que tienen los niños de preescolar. Se les ofrece una alternativa. Pueden comerse un pastel inmediatamente o esperar unos minutos y entonces podrán comerse dos. Pueden ver los deliciosos videos de estas pruebas en YouTube («marshmallow test»).
Hay niños que sucumben al atractivo presente y niños que son capaces de aplazar la recompensa. Lo interesante es que el equipo de Mischel ha seguido la evolución de esos niños durante más de treinta años, y ha comprobado que esa sencilla prueba predice mejor su evolución académica, familiar, laboral y social que los test estándar de inteligencia. La conclusión, corroborada por muchas investigaciones, es que la adquisición de esas funciones ejecutivas –es decir, de la voluntad– es esencial para el desarrollo futuro de nuestros niños y adolescentes.

La inteligencia ejecutiva
A Mischel le preocupa un tema que he investigado durante años: la inteligencia fracasada. ¿Por qué personas muy inteligentes pueden comportarse estúpidamente? Mischel distingue entre un “pensamiento cálido” y un “pensamiento frío”. Aquel se mueve por arrebatos, este por razonamientos. No podemos prescindir de ninguno de los dos, porque el pensamiento sin emoción es paralítico, y la emoción sin pensamiento es ciega. Se trata, pues, de fortalecer un sistema de mediación, de control inteligente, que es lo que llamamos inteligencia ejecutiva y los antiguos llamaban voluntad.
En una revisión del tema hecha por la Universidad de Harvard se la compara con el sistema de control del tráfico aéreo. ¿Cómo podemos hacer que la voluntad, el pensamiento frío, las funciones ejecutivas, puedan imponerse si es preciso a la fuerza de las emociones? ¿Cómo puedo rechazar la satisfacción inmediata para conseguir una recompensa mayor pero demorada? Hablando en plata: qué he de hacer para cumplir mis buenos propósitos de Año Nuevo. Su respuesta es: adquiriendo unos mecanismos automáticos «If-then». SI sucede A, ENTONCES haré B.

Todos sabemos que hay cosas que no tenemos ganas de hacer, pero que hacemos porque consideramos que es nuestro deber hacerlas

Aprovechar la fuerza y la eficacia de los automatismos aprendidos es algo que hacemos continuamente. El médico que trabaja en urgencias tiene que dominar alguno de esos procedimientos automáticos: SI llega un enfermo con fibrilación, ENTONCES… Todos los protocolos para actuaciones complejas tienen ese mismo patrón. Y deben funcionar de la manera más mecánica posible, porque el médico en casos urgentes no tiene tiempo de reflexionar, deliberar, buscar antecedentes, razonar. La sabiduría de la experiencia debe concentrarse en ese automatismo IF-THEN.
Mischel afirma que ese mecanismo es el que nos permite actuar como hemos proyectado, a pesar de las intermitencias del corazón, y que debe formar parte importante de la educación. Muestra así una de las paradojas de la inteligencia humana: consigue alcanzar la libertad apoyándose en mecanismos psicológicos muy elementales. El escritor tiene que automatizar los elementos básicos de su estilo literario, y Rafael Nadal tiene que automatizar cada uno de sus golpes. A partir de ahí, su inteligencia ejecutiva se ocupará de utilizarlos con soltura y eficacia.
Si se fijan bien, este es el mismo automatismo del deber. SI es tu deber, ENTONCES tienes que hacerlo. Todos sabemos que hay cosas que no tenemos ganas de hacer, pero que hacemos porque consideramos que es nuestro deber hacerlas. Movidos por la estupenda intención de que los niños sólo tengan sentimientos positivos y sean creativos, hemos eliminado de nuestro arsenal pedagógico el concepto de obligación. Se ha generalizado la idea de que hacer una cosa “porque me apetece” es más digno que hacerla por deber, porque este parece una degradación de la libertad. Se valora más lo espontáneo, aunque se trate de una espontaneidad disparatada o cruel. Se ha olvidado que antes de ser una norma moral, el deber, como estructura Si sucede A, yo haré B, es un componente esencial de la regulación de la propia conducta. La palabra autonomía, que indica una aspiración de todos los humanos, no significa “no tener deberes”, sino “yo soy quien me impongo los deberes”.

Creo que el retorno de la voluntad es una buena noticia. Ahora sólo falta dar un paso más y convertirla en “buena voluntad”.

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