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El Temperamento

Acabo de escribir un libro sobre el cerebro infantil, y una vez más me ha estremecido la responsabilidad de cuidar una posibilidad tan prodigiosa. La neurociencia ha progresado espectacularmente en los últimos años, pero su aplicación al mundo educativo es todavía escasa, salvo en aspectos clínicos (autismo, hiperactividad, dislexia, trastornos del lenguaje y del aprendizaje, etc.) (Jensen 2005, 2010; Sousa 2006, Blakemore & Frith 2006; Ortiz 2009; Mora 2007; Marina 2011). Tal vez, las dificultades procedan de que neurología y pedagogía trabajan en distintos niveles. Ambas, sin duda, estudian el aprendizaje, pero cuando se leen, por ejemplo, los trabajos de Kandel sobre la Aplysia, que le valieron el premio Nobel, resulta difícil aplicar los descubrimientos sobre sinapsis y aprendizaje hechos en una babosa de mar, al complejo aprendizaje de un niño. El objetivo principal de la educación es ayudar a formar personalidades competentes, es decir, un todo complejísimo y complejísimamente integrado. Sin embargo, la neurociencia puede ayudarnos también a conseguir este objetivo.

Manejo un modelo de “personalidad” más rico que el empleado en psicología. Pienso que la personalidad se estructura evolutivamente en tres niveles:

1.            Personalidad recibida: se nace con ella, es decir, está determinada genéticamente y también por las influencias recibidas durante el embarazo. La denomino personalidad matricial. La personalidad adulta se considera una elaboración cognitiva y social de ella (Caspi 1998).

2.            Personalidad aprendida: es el conjunto de hábitos intelectuales, afectivos, ejecutivos y morales adquiridos a partir de las posibilidades ofrecidas por la personalidad matricial. Tradicionalmente se la ha denominado carácter.

3.            Personalidad elegida: es el proyecto de vida, la selección de valores, el modo de enfrentarse a la situación, que una persona tiene a partir de su propio carácter y que, a veces, le hace volverse contra su propio carácter e intenta cambiarlo.

La educación actúa en el segundo nivel. Ha de ser por ello educación del carácter, es decir, de un conjunto de hábitos cognitivos, afectivos, ejecutivos y morales aprendidos a partir de la matriz personal. Este concepto resulta extraño en España, pero su uso en EE.UU. está generalizado desde hace mucho tiempo. John Dewey, el gran educador americano, ya afirmó que la educación del carácter era el gran objetivo educativo: “El carácter está compuesto por los deseos, propósitos y hábitos que influyen en la conducta. La mente del niño, sus ideas y creencias son parte del carácter” (Hernández-Sampelayo, 2007; Ohlin 1990). Los programas elaborados y puestos en práctica por la Universidad de padres van en este sentido.

El niño al nacer no es una tabula rasa donde la educación pueda escribir lo que quiera. Nace con un sistema de predisposiciones y capacidades de aprendizaje que hay que tener en cuenta en el proceso educativo (Pinker 2003). Para hacer una pedagogía sensata, debemos partir de la matriz personal de cada niño o niña, porque cada uno de ellos es diferente. Acerquémonos a un colegio. Raúl y Carlos, ambos de cinco años, entran el primer día de clase de Educación infantil. Ambos están con sus madres. Raúl se aparta inmediatamente de su lado y va derecho al acuario lleno de peces de colores. Pronto entabla conversación con otros niños, con los que sale corriendo para explorar la casa de juguete y las instalaciones del patio de recreo. Carlos permanece al lado de su madre, sin moverse. Observa a los demás niños, pero no hace ningún ademán de unirse a ellos. Tras diez o quince minutos de observación en silencio, se acerca al acuario y tímidamente empieza a interactuar con otros niños. A medida que pasa el día, ambos niños participan y se muestran activos, pero sus respuestas iniciales a esta nueva situación y el tiempo que les lleva la adaptación fueron muy distintos.

Para el equipo pedagógico básico –padres, profesores, pediatras– es importante recordar que los niños no son iguales al nacer y que, por lo tanto, cada uno de ellos necesita un cuidado especial, porque el punto de partida de su aventura vital, los recursos de los que dispone, son distintos. Necesitamos saber cómo construye su personalidad. Y eso supone construir su propio cerebro. El cerebro forma parte del cuerpo, pero, al mismo tiempo, se distingue del resto del cuerpo. Poco después de realizar el primer trasplante de corazón de la historia, preguntaron al doctor Christian Barnard si se podría hacer un trasplante de cerebro. Dijo que no lo creía posible, y añadió algo que sonaba extraño: “Además, en caso de que se pudiera hacer, no sería un cerebro trasplantado a un cuerpo, sino un cuerpo trasplantado a un cerebro”. Lo que quería decir es que lo que permanecería en ese hipotético caso –la identidad de aquella persona– depende del cerebro. En efecto, nuestra memoria, nuestros sentimientos, nuestro carácter, está fundamentalmente radicado en el cerebro, tal como lo hemos ido configurando a lo largo de nuestra vida. Pero no partimos de cero, sino de la “matriz personal”. Matriz personal es un campo de posibilidades que va desarrollándose mediante la maduración neuronal, las propias acciones y la experiencia. A lo largo del proceso, unas posibilidades se realizan y otras se cierran. La educación debe ampliar las posibilidades de cada niño.

Los componentes principales de la matriz personal son el sexo a que pertenece, la inteligencia general y el temperamento. Los tres influyen en el proceso educativo.

El género origina importantes diferencias cerebrales. Durante décadas fue políticamente incorrecto hablar de diferencias de género biológicamente fundadas. Un respetado estudioso de estos temas, Doreen Kimura, se pregunta: “¿Existen diferencias sistemáticas, significativas en las habilidades para resolver problemas de hombres y mujeres? La respuesta es inequívocamente SÍ)” (Kimura 2000). Hay, al menos, seis diferencias entre varones y hembras admitidas por todos los investigadores: 1) el tamaño medio de los cerebros de hombres y mujeres varía, incluso teniendo en cuenta el tamaño corporal; 2) los esquemas de desarrollo varían; 3) existen diferencias en las conexiones entre hemisferios; 4) el procesamiento emocional es diferente; 5) existen diferencias en las áreas lingüísticas del cerebro; 6) las neuroimágenes muestran que hombres y mujeres usan diferentes áreas de sus cerebros para realizar las mismas tareas (Brizendine 2007).

Estas diferencias mantienen abierta la polémica sobre si es buena la educación integrada. La National Association for Single Sex Public Education (NASSPE) y la European Association for Single Sex Education (EASSE) son las más activas defensoras de la separación. Aducen que chicos y chicas maduran a distintas velocidades, tienen intereses y estilos de aprendizaje distintos y,por ello, someterles a una educación uniforme perjudica a todos. Mi posición es que una escuela integrada es beneficiosa, pero que sería conveniente que en algunas clases chicos y chicas estuvieran separados.

El segundo factor de diferenciación es la inteligencia general. Depende del cerebro y el cerebro depende de la herencia genética, por lo tanto es obvio que la inteligencia depende de los genes. Pero, ¿hasta qué punto? “Existen hoy pruebas abundantes de que la inteligencia es una propiedad estable del individuo, que se puede vincular a características del cerebro, incluidos el tamaño general, la cantidad de materia gris de los lóbulos frontales, la velocidad de la conducción neural o el metabolismo de la glucosa cerebral, que son en parte hereditarios”, escribe Steven Pinker en La tabla rasa. Existe, por ejemplo, un gen que procura la producción de neuronas. Su ausencia produce la microcefalia, una disminución trágica del cerebro. Un equipo del MIT dirigido por Susumu Tonegawa y Eric Kandel, premios Nobel, ha identificado un gen específico individual que activa la formación del recuerdo. Este descubrimiento puede explicar por qué algunas personas tienen mejor memoria que otras, ya que está en parte controlada por los genes. Los estudios con “tomografías por emisión de positrones” muestran un hecho que parece paradójico. Las personas que sacan mejores resultados en los test de razonamiento e inteligencia general muestran menos actividad cerebral que los que puntúan más bajo. Esto parece indicar que aquellos tienen una mayor “eficiencia neuronal” que les permite hacer el mismo trabajo con mejor gasto de energía. Este efecto se da también al comparar los cerebros de un novato y de un experto mientras juegan al ajedrez. El experto usa menos energía que el aprendiz.

Aunque todo esto es verdad, conviene analizar los datos. El consenso científico admite que la herencia aporta entre un 30 y un 60% de nuestro cableado cerebral, y que del 40 al 70% es repercusión del entorno. Es cierto que en las patologías genéticas el peso de la herencia es decisivo pero, en los niños sanos, el margen de acción es muy grande. Sin embargo, conviene recordar que hay diversos estilos de aprendizaje y que alguno de los problemas de un niño puede deberse a que su estilo de aprender no coincide con el estilo de enseñar (Levine 2003).

Pero en este artículo voy a ocuparme con más detenimiento del tercer componente –el temperamento– que es tratado cada vez con más atención en los libros de psicología evolutiva y de psicología de la educación (Carranza & González 2003; Keogh 2006; Damon 1998). Se entiende por temperamento el conjunto de pautas afectivas innatas que tiene el niño, es decir, su modo de interpretar y responder emocionalmente a los estímulos. Las correlaciones entre temperamento e inteligencia son muy débiles, por lo que la aportación al aprendizaje es distinta (Matheny 1989). Para describir y medir el temperamento, se han aislado varios rasgos. Por ejemplo, Thomas y Chess –que tipifican a los niños como “fáciles”, “difíciles” y “lentos”– señalan los siguientes rasgos: nivel de actividad, ritmo (regularidad), acercamiento y retraimiento, adaptabilidad, umbral de respuesta, intensidad de la reacción, humor, tendencia a la distracción, atención y persistencia. Jerome Kagan se ha centrado en la reactividad o no reactividad a los estímulos. Ha comprobado que hay niños que nacen con una amígdala hiperexcitable, lo que provoca movimientos de huida, angustia y rechazo, en muchas ocasiones. Davidson considera que la predominancia del hemisferio izquierdo o del derecho propende a los sentimientos agradables o a los desagradables, respectivamente. Eysenck estudió el fundamento biológico de los rasgos de introversión y extroversión, y de neuroticismo (Eysenck 1970). Los estudios longitudinales han aportado muchos datos sobre la estabilidad de los rasgos temperamentales. Se han realizado varios. El New York Longitudinal Study: comenzó en 1956, evaluó a 131 niños desde los cuatro meses hasta la edad adulta (Thomas y Chess 1977). El Dunedin Longitudinal Study: comenzó en 1972, en Nueva Zelanda, a más de mil niños desde los primeros años de vida hasta los 18 (Silva 1990). El Australian Temperament Project: comenzó en 1980 con mas de 2.000 niños (Prior, Sanson, Smart, Oberlklaid, 2009).

Es importante tener en cuenta el temperamento porque el niño no es un receptor pasivo de la educación, sino que influye e incluso configura su entorno. Como dice Rutter, el temperamento del niño –yo diría la matriz personal del niño– afecta al conjunto de sus experiencias. Un niño muy sociable buscará situaciones sociales y un niño retraído, la soledad (Rutter 1989). Cada uno de nosotros selecciona y moldea su ambiente, lo que puede acabar reforzando los rasgos temperamentales. Conforme ha avanzado la biología evolutiva se ha dado más importancia a los cambios epigenéticos y al papel que el ambiente o la educación tiene en la expresión génica. La matriz personal funciona como fuente de posibilidades y preferencias, más que como un determinante rígido. Esto significa que unos comportamientos resultan más fáciles que otros y que, con frecuencia, el niño –y el adulto– eligen aquel que va más de acuerdo con su temperamento. Por ejemplo, los niños tranquilos prefieren la lectura a los juegos violentos.

¿Qué consecuencias educativas podemos sacar del estudio del temperamento?

1.            Aunque el temperamento puede ser estable, una educación adecuada puede cambiarlo. Un bebé inhibido no llegará a ser un adolescente extrovertido, pero, sin embargo, su timidez puede desaparecer o mitigarse. Los casos en que los niños cambiaron en el primer año de vida de una emocionalidad negativa baja a una alta son aquellos cuyos padres habían mostrado una menor sensibilidad con sus necesidades, o sufrieron mayores problemas conyugales.

2.            Una de las tareas parentales más importante durante los primeros años de vida del bebé es lo que Thomas y Chess llamaron “bondad de ajuste”. Señalaban que las interacciones pueden tener resultados positivos o negativos (Thomas y Chess 1977, 11). La relación con la madre (o cuidador principal) puede reforzar o debilitar las predisposiciones temperamentales. La sobreprotección aumenta la reactividad, la inhibición y el miedo infantil, mientras que poner límites firmes a los niños ayuda a disminuirlos (Kagan 1998). Una armonía entre las prácticas de crianza de los padres y el temperamento del niño produciría un desarrollo óptimo de éste y, en el caso de un niño propenso temperamentalmente a sufrir problemas de ajuste, le ayudaría a alcanzar funcionamientos más adaptativos. Asegurar un buen ajuste significa que el adulto debe crear un clima familiar que reconozca el estilo temperamental del niño y fomente su adaptación.

3.            El temperamento del niño “difícil”, unido a un clima familiar duro e inconsistente, aumenta la irritabilidad del niño; si sus padres, por el contrario, son comprensivos y consistentes, la conducta difícil del niño disminuye (Belsky, Fish, Isabella 1991). Una conducta materna muy estimulante ayuda a los niños inhibidos a explorar el entorno. El temperamento y las pautas de crianza paterna predicen cambios entre sí, y ambos predicen el equilibrio afectivo y la adaptación en el paso del niño a la adolescencia (Lengua 2006).

4.            Este carácter transaccional de los procesos madurativos de la persona con su entorno afectivo queda patente al considerar las investigaciones sobre el vínculo de apego. Efectivamente, el que un niño sea irritable y miedoso se relaciona con un apego inseguro más tarde (Seifer, Schiller, Sametoff, Resnick, Riordan 1996). Mejorar la respuesta materna a la conducta de niños irritables de seis meses de edad condujo a aumentar la seguridad, la exploración y la sociabilidad de sus hijos, incluso cuando éstos cumplieron los tres años y medio (Ramos et al. 2009).

5.            Uno de los fenómenos mejor fundamentados es que los temperamentos inhibidos configuran más fácilmente una conciencia moral, lo que puede fomentar el mantenimiento y fortalecimiento de ese temperamento (Kokchanska 1996).

6.            Es evidente que el conocimiento de las diferencias individuales nos permitirá ajustar más los métodos de enseñanza. No todos los niños procesan la información de la misma manera, no todos responden emocionalmente de la misma forma. Yerkes y Dodson enunciaron una ley que indicaba que cada persona tenía un nivel de activación en el que alcanzaba sus mejores resultados. Hay alumnos que en la tensión del examen funcionan muy bien, y hay otros que en esa situación se desconciertan. Resulta, pues, importante saber a qué grupo pertenecemos. Los psicólogos educativos intentan determinar si motiva más a un niño la alabanza o la censura. Parece demostrado que la alabanza motiva a los niños introvertidos, mientras que la censura motiva a los extrovertidos.

7.            Conviene ayudar a los niños a que dirijan su propia conducta, y un paso importante consiste en aumentar la consciencia de su propio temperamento.

8.            Saber que las conductas de los niños están influidas por las diferencias temperamentales puede cambiar y ampliar las perspectivas de los adultos acerca de las razones de su comportamiento infantil. Por ejemplo, si se considera que la conducta de un niño inhibido que tiene problemas de adaptación y al que perturba cualquier cambio de la rutina de la clase es una técnica deliberada para llamar la atención o debida a la falta de motivación, es fácil que se le ignore o se le riña. Si se considera que la conducta forma parte de la constelación temperamental de “reacción lenta”, podemos pensar en la forma de prepararle para los cambios (dándole a conocer el tiempo que le falta para hacerlo). La reformulación de las conductas del niño en forma de temperamento da orientaciones para intervenir de forma más positiva.

La educación del temperamento no debe confundirse con  las populares teorías de la inteligencia emocional, tal como  han sido expuestas por Daniel Goleman o Peter Salovey. Estos autores consideran que el objetivo de la educación emocional es reconocer y regular los sentimientos propios y los ajenos. La propuesta educativa que hemos desarrollado en los programas de la UP www.universidaddepadres.com son más ambiciosos y radicales. Nuestro objetivo es ayudar al niño a que experimente “emociones adecuadas”; es decir, a que sus mecanismos de respuesta afectiva le ayuden en su progreso vital y no limiten sus posibilidades. No se trata, por ejemplo, de controlar los miedos desmedidos, sino de evitar que aparezcan en la conciencia del niño. Por esa razón, me gusta explicar que se trata de “educar el inconsciente del niño”, es decir, el conjunto de operaciones mentales cognitivas o afectivas que realizamos por debajo del umbral de la conciencia y que produce ideas, emociones, deseos, ocurrencias. No se trata, por supuesto, de un “inconsciente a la Freud”, sino fundado en lo que la neurología nos dice acerca de las funciones cerebrales. La neurología nos anima a pensar que nuestra inteligencia tiene dos niveles. El primero, la inteligencia generadora, maneja de forma no consciente la información interna y la externa. Una pequeña parte del resultado de esas operaciones pasa a estado consciente. El gran neurólogo Michael Gazzaniga afirma que el 98% de nuestra actividad mental es inconsciente. A partir de la información consciente, el segundo nivel de la inteligencia –los sistemas ejecutivos, radicados en los lóbulos frontales– dirigen y controlan hasta cierto punto las calladas actividades de la inteligencia generadora. Que ambos sistemas funcionen bien y se relacionen eficazmente es el objetivo –sin duda megalómano– de nuestros programas educativos.

 

Bibliografía

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